jueves, 3 de julio de 2014

EL GATO TROTERO EN ESTELLA, LA CIUDAD DEL EGA. SEGUNDA PARTE




El ladrido de un perro callejero me despertó. En mitad de una noche iluminada de forma ligera por una luna menguante, el albergue era un remanso de tranquilidad alterado por algún que otro ronquido que procedía de una habitación ocupada por unos peregrinos alemanes. Traté de dormirme pero no lo conseguí. Ovillado a los pies de la cama de Javier, me desperecé y caminé apenas unos pasos para desentumecerme, aproximándome a la ventana más cercana para mirar más allá de la calle. Desde allí pude comprobar que nadie frecuentaba la Rúa, pero también descubrí, para mi sorpresa, que mi acompañante de viaje no dormía en su camastro. Extrañado, decidí salir en su busca.




Busqué primero en los baños, luego en la cocina, en el recibidor… Nada. Ni rastro de Javier. ¿Dónde se habría metido? En la puerta del albergue había dos peregrinos extranjeros. Hablaban un idioma desconocido, por lo que no supe determinar cuál era. Salí a la calle colándome entre sus piernas sin que ellos, concentrados en su conversación, se percatasen de mi presencia. Regresé al puente Picudo, pensando quizá que mi amigo hubiese querido pasear hasta el río. Crucé al otro lado, callejeé durante más de media hora por las calles iluminadas de la ciudad, pero seguí sin encontrar ni el más mínimo rastro de Javier. Ya de vuelta al albergue en el sentido del fluir del Ega al cruzar el burgo, pasé nuevamente por delante de la fachada de edificio al que traté de entrar unas horas antes.

Fue sorprendente encontrar una de las ventanas del edificio abierta. En aquel momento, mi deseo de dar con el paradero de Javier quedó en un segundo plano; había llegado mi momento, debía y podía entrar en el interior de aquel palacio y descubrir qué había en su interior. Simple curiosidad gatuna. Aunque un minuto después volviese a dormir con placidez en el albergue.



Lo primero que encontré al pasar al otro lado de la ventana fue un gran recibidor habilitado para dar la bienvenida a turistas. Un mostrador, útiles para dispensar entradas,… Al frente encontré un gran patio central que permitía la entrada de luz a las estancias interiores del palacio, rematado con una cúpula acristalada en forma piramidal. Fui recorriendo la planta baja del edificio. Baños, una sala de exposiciones… ¡Me encontraba en un Museo! Al subir a la primera planta, descubrí cuál era el motivo principal que motivaba el Museo… y también encontré, al fin, a Javier.

Al recorrer los pasillos, encontré sus paredes vestidas con grandes fotografías, textos explicativos, uniformes, casacas, espadas, fusiles, guerreras, banderas, boinas rojas… Hablaban de la guerra contra el invasor francés, del mantenimiento del rey al frente del gobierno, de la unidad de la patria, de la encomendación a dios…



Javier estaba arrodillado en el suelo, junto a una gran cruz que se extendía en el suelo a lo largo de la sala más importante del museo. Frente a ella, y proyectadas sobre la pared, se sucedían unas imágenes antiguas con rostros de reyes depuestos y deseados, emperadores odiados, generales levantiscos y lucha de sangres celestes. De un lado, la defensa de la tradición nacional; del otro, el regio abrazo al aperturismo europeo.

-¡Carlos María Isidro! ¡Soy yo, Majestad! He vuelto una vez más para cumplir la promesa que os hice de regresar cada año, de manera desapercibida, hasta estas tierras que tanta sangre derramó por su corona usurpada… He de ponerle al corriente de nuevas noticas procedentes de la capital de las Españas.



No me lo podía creer. Javier le hablaba al cuadro de su antepasado, que colgaba de la pared. Por lo que pude leer, estábamos en el Museo del Carlismo, un lugar para conocer el movimiento ultraconservador que surgió a raíz del fallecimiento del rey Fernando VII, y de la lucha por su corona entre los partidarios de su hija, Isabel (quién finalmente reinó), frente a los que se posicionaron en favor de su hermano Carlos María Isidro. Era un movimiento que ansiaba la defensa de las tradiciones y la patria, la ley vieja representada en los fueros, el manto protector del rey y la fe en el dios católico. Aquellos eran sus ideales y, con ellos por bandera, combatieron durante años en varias guerras civiles, que luego llamaron Carlistas, contra los defensores de un cierto aperturismo encarnado por la reina Isabel.

-¡Un nuevo Borbón ilegítimo ocupa el trono de nuestra Nación! Reina bajo el nombre de Felipe VI tras la abdicación de su padre, Juan Carlos I ¿Se lo puede creer, alteza? ¿Dónde se ha visto que un Rey abdique? ¡Los reyes deben cargar con el peso que el destino ha querido depositar sobre sus hombros con fortaleza, virilidad y tesón… y hasta las últimas consecuencias! Así ha sido siempre y así debe ser.

Mientras él seguía conversando, yo continué visitando el museo. Había grandes óleos en los que se representaban diferentes escenas de batalla, armas rescatadas de la época, así como útiles del frente, casacas, boinas rojas, banderas, amuletos…


-¡Llegará el día, se lo prometo, Alteza, en que su sangre y su honor recuperen la dignidad que les corresponde por legítima razón histórica! Los tiempos han cambiado… el pueblo ya no lucha por sus reyes… y sin pueblo que soporte nuestra condición y que dé pábulo a nuestro trono, ¿qué somos? ¡Ay de aquellos ingratos descreídos…! El tiempo de los linajes nunca pasará… ¡Volverán a sonar en el cielo de Estella los cañones defensores de la Causa y Dios estará de nuestro lado!

Aún me pregunto si lo que vino después sucedió fruto de la casualidad o realmente las palabras de Javier fueron escuchadas por algún ser superior…

Amanecía cuando el primero de los cañonazos se escuchó, procedente del norte. Mi compañero de viaje y yo, sorprendidos, nos asomamos a la ventana, y vimos, a lo lejos, una nube de humo gris que ascendía en el horizonte por encima de los tejados.

¿Era aquello la guerra?



www.turismotierraestella.com

Redacción y Fotografía:
Santiago Navascués
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