EL MAIZAL, DE TOTI MARTINEZ DE LEZEA
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Portada de El Maizal, de Toti Martínez de Lezea |
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Portada de El Maizal, de Toti Martínez de Lezea |
En ocasiones nos llegan oportunidades de lecturas distintas, alejadas de las novelas históricas, de las novelas negras, de las novelas románticas... que tanto abundan en el panorama literario actual. Es el caso del libro que nos trae en esta ocasión la editorial donostiarra Erein: Epicentro, un cúmulo de relatos sin conexión aparente entre ellos, pero cuyo nexo de unión radica en mostrarnos frente a un espejo, que son los distintos personajes que aparecen en ellos, para observar su comportamiento, que bién podría ser el nuestro, y reflexionar acerca de la condición humana.
Nerea Loiola Pikaza, su autora, es una escritora con algunos títulos infantiles en su currículum, y en esta ocasión se lanza, a través de una escritura sencilla y un estilo claro y directo, a relatar la manera en la que socializamos con los demás, el funambulismo requerido para cruzar de nuestro lado al de otra persona sin herir, ni dañar, utilizando la sutileza en las palabras o el cálido abrazo de los silencios.
Nuestras vidas están condicionadas por muchas cuestiones, y dependiendo de la manera en la que las afrontamos, el grado de felicidad alcanzado será uno u otro. El amor, las relaciones de pareja, la atracción sexual... pero también el trabajo, la maternidad, la amistad, la familia... Todas ellas pueden generarnos tensiones, y en estos relatos, de una manera explícita, asistiremos al modo en el que los personajes, cada uno a su manera, tratan de salir victoriosos.
Lo malo de reseñar relatos es que apenas puedes contar nada o perderán su magia, pero para que os sirva de referencia, a nosotros nos han gustado sobre todo tres de ellos: Accidente laboral, Exit e Hice lo que tenía que hacer. Podrás degustarlos como quien se toma un café: a sorbitos, paladeando, buscando los aromas, los matices, sin ninguna prisa... Un buen plan para estos días de inicio de año en el que hace frío ahí afuera y sólo apetece sofá, manta y una lectura agradable.
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Portada de Félix García Hernán |
Hubo un tiempo en el que viví muy de cerca la burbuja del sector inmobiliario. Fueron unos años locos, de crecimientos interanuales del valor de la vivienda de un 20% del total. Aquel piso que costaba cien mil euros, al año siguiente su valor era de ciento veinte mil. Y si andabas buscando vivienda y no te decidías pronto, ya podías estar avispado para no verder el tiempo dudando, o venía otro comprador como tu y te birlaba la joya. ¡Menuda cara de tonto se te quedaba! Todo se vendía: lo bueno, lo decente y lo indecente también. Y sus valores aumentaban al mismo ritmo, sin nadie que advirtiese que un corral de ovejas, por mucho que pudiese incrementar su coste, nunca podría alcanzar al de una mansión en la montaña.
Recuerdo una anécdota que me sucedió al hilo de una una conversación con el director de una entidad bancaria respecto de una venta de un piso que se vendía un cuarenta por ciento por encima del precio que el sentido común establecería si este hubiese sido utilizado en aquella época. El comprador era un inmigrante sin trabajo, que llevaba cobrando el paro desde hacía cuatro meses, casado y padre de dos hijos, con uno en camino. Mi ingenuidad me hizo preguntarle al director que si iba a concederle la hipoteca, a todas luces con una probabilidad de morosidad elevada (siempre he pensado que, si tuviese que elegir entre pagarle a un banco o darle de comer a mis hijos porque no tengo ingresos que me permitan cumplir con ambas obligaciones, antepondría en cualquier caso la perpetuidad de mi sangre). Aquel hombre, con unos cincuenta años, al abrigo de unos resultados de su oficina cada año más abultado que el anterior y un atisbo de pesar ante una situación que se le escapaba de las manos, arqueó las cejas al tiempo que suspiraba antes de confesarme, resignado: "¿Y qué quieres que haga? Si no se la concedo yo, lo hará el del banco de enfrente." Fue entonces cuando descubrí la podredumbre del sistema, al constatar que de aquello todos sacaban tajada aún a sabiendas de que no era ni sensato ni cabal seguir engordando ese globo que no tardaría mucho en explotar.
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Portada de La mirada de la tortuga, de Jon Arretxe |