El ladrido de un perro callejero me despertó. En mitad de una noche iluminada de forma ligera por una luna menguante, el albergue era un remanso de tranquilidad alterado por algún que otro ronquido que procedía de una habitación ocupada por unos peregrinos alemanes. Traté de dormirme pero no lo conseguí. Ovillado a los pies de la cama de Javier, me desperecé y caminé apenas unos pasos para desentumecerme, aproximándome a la ventana más cercana para mirar más allá de la calle. Desde allí pude comprobar que nadie frecuentaba la Rúa, pero también descubrí, para mi sorpresa, que mi acompañante de viaje no dormía en su camastro. Extrañado, decidí salir en su busca.
Busqué
primero en los baños, luego en la cocina, en el recibidor… Nada. Ni rastro de
Javier. ¿Dónde se habría metido? En la puerta del albergue había dos peregrinos
extranjeros. Hablaban un idioma desconocido, por lo que no supe determinar cuál
era. Salí a la calle colándome entre sus piernas sin que ellos, concentrados en
su conversación, se percatasen de mi presencia. Regresé al puente Picudo,
pensando quizá que mi amigo hubiese querido pasear hasta el río. Crucé al otro
lado, callejeé durante más de media hora por las calles iluminadas de la
ciudad, pero seguí sin encontrar ni el más mínimo rastro de Javier. Ya de
vuelta al albergue en el sentido del fluir del Ega al cruzar el burgo, pasé
nuevamente por delante de la fachada de edificio al que traté de entrar unas
horas antes.
Fue
sorprendente encontrar una de las ventanas del edificio abierta. En aquel
momento, mi deseo de dar con el paradero de Javier quedó en un segundo plano;
había llegado mi momento, debía y podía entrar en el interior de aquel palacio
y descubrir qué había en su interior. Simple curiosidad gatuna. Aunque un
minuto después volviese a dormir con placidez en el albergue.
Lo
primero que encontré al pasar al otro lado de la ventana fue un gran recibidor
habilitado para dar la bienvenida a turistas. Un mostrador, útiles para
dispensar entradas,… Al frente encontré un gran patio central que permitía la
entrada de luz a las estancias interiores del palacio, rematado con una cúpula
acristalada en forma piramidal. Fui recorriendo la planta baja del edificio.
Baños, una sala de exposiciones… ¡Me encontraba en un Museo! Al subir a la
primera planta, descubrí cuál era el motivo principal que motivaba el Museo… y
también encontré, al fin, a Javier.
Al
recorrer los pasillos, encontré sus paredes vestidas con grandes fotografías,
textos explicativos, uniformes, casacas, espadas, fusiles, guerreras, banderas,
boinas rojas… Hablaban de la guerra contra el invasor francés, del
mantenimiento del rey al frente del gobierno, de la unidad de la patria, de la
encomendación a dios…
Javier
estaba arrodillado en el suelo, junto a una gran cruz que se extendía en el
suelo a lo largo de la sala más importante del museo. Frente a ella, y
proyectadas sobre la pared, se sucedían unas imágenes antiguas con rostros de
reyes depuestos y deseados, emperadores odiados, generales levantiscos y lucha
de sangres celestes. De un lado, la defensa de la tradición nacional; del otro,
el regio abrazo al aperturismo europeo.
-¡Carlos María Isidro!
¡Soy yo, Majestad! He vuelto una vez más para cumplir la promesa que os hice de
regresar cada año, de manera desapercibida, hasta estas tierras que tanta
sangre derramó por su corona usurpada… He de ponerle al corriente de nuevas noticas
procedentes de la capital de las Españas.
No
me lo podía creer. Javier le hablaba al cuadro de su antepasado, que colgaba de
la pared. Por lo que pude leer, estábamos en el Museo del Carlismo, un lugar
para conocer el movimiento ultraconservador que surgió a raíz del fallecimiento
del rey Fernando VII, y de la lucha por su corona entre los partidarios de su
hija, Isabel (quién finalmente reinó), frente a los que se posicionaron en
favor de su hermano Carlos María Isidro. Era un movimiento que ansiaba la
defensa de las tradiciones y la patria, la ley vieja representada en los
fueros, el manto protector del rey y la fe en el dios católico. Aquellos eran
sus ideales y, con ellos por bandera, combatieron durante años en varias
guerras civiles, que luego llamaron Carlistas, contra los defensores de un
cierto aperturismo encarnado por la reina Isabel.
-¡Un nuevo Borbón
ilegítimo ocupa el trono de nuestra Nación! Reina bajo el nombre de Felipe VI
tras la abdicación de su padre, Juan Carlos I ¿Se lo puede creer, alteza?
¿Dónde se ha visto que un Rey abdique? ¡Los reyes deben cargar con el peso que
el destino ha querido depositar sobre sus hombros con fortaleza, virilidad y
tesón… y hasta las últimas consecuencias! Así ha sido siempre y así debe ser.
Mientras
él seguía conversando, yo continué visitando el museo. Había grandes óleos en
los que se representaban diferentes escenas de batalla, armas rescatadas de la
época, así como útiles del frente, casacas, boinas rojas, banderas, amuletos…
-¡Llegará el día, se lo
prometo, Alteza, en que su sangre y su honor recuperen la dignidad que les
corresponde por legítima razón histórica! Los tiempos han cambiado… el pueblo
ya no lucha por sus reyes… y sin pueblo que soporte nuestra condición y que dé
pábulo a nuestro trono, ¿qué somos? ¡Ay de aquellos ingratos descreídos…! El
tiempo de los linajes nunca pasará… ¡Volverán a sonar en el cielo de Estella
los cañones defensores de la Causa y Dios estará de nuestro lado!
Aún
me pregunto si lo que vino después sucedió fruto de la casualidad o realmente
las palabras de Javier fueron escuchadas por algún ser superior…
Amanecía
cuando el primero de los cañonazos se escuchó, procedente del norte. Mi
compañero de viaje y yo, sorprendidos, nos asomamos a la ventana, y vimos, a lo
lejos, una nube de humo gris que ascendía en el horizonte por encima de los
tejados.
¿Era
aquello la guerra?
www.turismotierraestella.com
Redacción y Fotografía:
Santiago Navascués
©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
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