martes, 4 de noviembre de 2014

El Gato Trotero en La Fiesta del Cine... Español

Para un gato trotero como yo, que me gusta recorrer tejados y callejones en busca de lo inesperado, a veces se presentan ocasiones delante de los bigotes de uno para poder viajar en el tiempo y en el espacio sin moverse de una misma sala. ¿Que cómo se consigue eso sin ser Gandalf El Blanco? Acudiendo al cine, por supuesto.
Es probable que no exista un lugar más reconfortante para ver una buena película que una sala de cine: la enormidad de la pantalla, el equipo de sonido, las butacas que te envuelven, el olor de las palomitas recién hechas... Son tantas las diferencias respecto del salón de tu propia casa que bien merece la pena hacer un pequeño esfuerzo y acudir al cine más próximo a nuestro hogar.
Mi primer contacto con el cine vino precedido por una situación de máximo riesgo. Era otoño y el sol apretaba con fuerza, nada se sabía del frío ni del viento. En días como aquellos solía darme un garbeo por el barrio y pegarme una buena siesta sobre la tapia de un solar cercano a un centro comercial arrullado por el calor. Al despertar, bajé al suelo y, a lo que me estiraba hasta rozar con mi tripa el pavimento, apareció un desquiciado perro del otro lado de la calle, ladrándome y gritándome con los ojos inyectados en sangre. Dí un respingo, salí corriendo hacia el centro comercial tan rápido como me permitieron mis patas y acabé en un callejón lateral, donde había un camión esperando a descargar su mercancía. Había unas grandes puertas que conducían a un almacén y hacia ellas me dirigí con la intención de salvar mi bonita y aterciopelada piel. Atrás, un perro pegado a enorme mandíbula que se batía entre babas estaba a punto de alcanzarme. Las puertas se cerraron instantes antes de cruzarlas, me volví desenfundando mis uñas dispuesto a batirme en duelo frente a mi destino y, al hacerlo, descubrí una pequeña ventana que no sabía a dónde se dirigía, pero no podía ser peor que lo que me esperaba si no la alcanzaba.
Mientras recorría un estrecho conducto metálico, no pude evitar sonreirme al escuchar el lamento del perro tras chocar contra las puertas. Después de girar varias veces, llegué al final de aquel canal oscuro de hierro, bloqueado por una rejilla. Al otro lado, sobre una gran pantalla, se proyectaba una peli de Russell Crowe vestido de pordiosero romano en la que luchaba por vengar la muerte de su familia y alcanzar la libertad. ¡Lo que hacemos en esta vida tendrá su eco en la eternidad!
Desde entonces no he dejado de acudir al cine y siempre que tengo ocasión y ésta la merece, vuelvo a colarme por aquel conducto de ventilación y sin chusma que me moleste ni críos que griten, se rían, se insulten, peguen o lloren, para disfrutar del séptimo arte humano.
Lo que venía a contaros, es que el pasado miércoles hicieron una Fiesta del Cine y el cine volvió a llenarse de espectadores como antes, como en los tiempos de Russell. Aquello me dió para pensar, recordando mis encuentros y entrevistas con actores que he podido mantener en mis vidas gatunas, en que es una lástima que las grandes masas de espectadores, las que son capaces de hacer o no un negocio rentable, sólo respondan a la llamada de los precios bajos. Es una pena que no se valore el trabajo de toda la gente que se involucra directa e indirectamente en que cualquier persona pueda pasar dos horas entretenido, disfrutando de aventuras, pasando miedo, riendo a carcajadas... Detrás de cada película existen miles de horas de trabajo que deberían ser tenidas en cuentas y valoradas del mismo modo que se valoran las de cualquier otro gremio laboral. A veces, tengo la sensación que  deseamos el arte, que lo necesitamos para vivir, para evadirnos, para admirarnos ante todo lo que nos puede llegar a aportar... pero que poca gente está dispuesta a pagar por ello lo que realmente vale.
En fin, que ya me he puesto como mi primo el filósofo Ortega y Gatet, y comienzo aburrir a las piedras. Quería contaros que vi dos películas. Dos películas producidas en España. Mi particular Fiesta del Cine, fue mi Fiesta del Cine Español.



En primer lugar vi LASA ETA ZABALA, una película dirigida por Pablo Malo, que narra la historia del secuestro, tortura, asesinato y posterior investigación de los hechos de dos jóvenes miembros de ETA en un pequeño pueblo del País Vasco francés a manos de los aparatos del estado español. En el año 83, hasta la noche del secuestro de Joxean Lasa y Joxi Zabala, ETA había asesinado sin miramientos a 44 personas. Eran los llamados años de plomo, un tiempo en el que los etarras asesinos masacraron a inocentes y sembraron el terror. La presión política y social había adquirido unos niveles muy altos y el gobierno decidió combatir a los asesinos con asesinos, yéndose al otro lado de la legalidad.
La película, necesaria para ver las cosas que resultan incómodas desde otro prisma, para no obviar nuestra reciente y oscura historia, no termina de despegar, y sólo destaca, en mi opinión, en los distintos flashback que recuerdan la historia personal de Lasa y Zabala, su tormento y su posterior asesinato en un erial alicantino. En algunos momentos da la sensación de estar asistiendo a la proyección de un documental dramatizado.
En el ámbito de las interpretaciones destaca por su rotundidad la del General Rodríguez Galindo que desarrolla Francesc Orella, y, en contraposición a ésta, no resulta nada brillante la llevada a cabo por Unax Ugalde dando vida al abogado de los etarras, pero resultando plana y falta de matices en un personaje que se mueve en una delgada línea roja entre la justicia y la venganza.
Al finalizar, la reflexión que uno tiene es la de que cualquier tipo de violencia nunca es solución de nada, que el asesinato a sangre fría y calculado de personas indefensas es la acción más baja en la que puede caer un ser humano, y que ninguna idea, por muy noble que esta sea, justifica jamás la vida de un hombre.






La segunda película que ví tras un breve descanso fue LA ISLA MÍNIMA. La primera película que vi de Alberto Rodríguez, su director, fue su debut en la industria: 7 VÍRGENES. Ya entonces me pareció un director a seguirle la pista, habida cuenta de ser una propuesta arriesgada desde el punto de vista comercial pero con los matices y giros en la trama necesarios para que la película transcurriese en un suspiro, y dejándote con la boca abierta con ese final brutal e impactante que apenas dura unos segundos.
Esta película es una novela negra, es un thriller turbio y asfixiante, como si nos sumergiésemos bajo las aguas de ese Guadalquivir que surge como un personaje más de la película. Allí, en la marisma, con el cambio de régimen aún reciente, el pueblo sigue malviviendo, continúa sometido al dictado de un sistema jerarca y autoritario mediante el cual el señorito es el amo y el pueblo una parte más del decorado de sus latifundios. Son tiempos de cambio, tiempos en los que el decorado comienza a alzar tímidamente su voz; tiempos que algunos desean que se vuelvan otra cosa más limpia, más sana y respirable, con futuro, con oportunidad, con luz; otros, sin embargo, no se entregan a ese cambio porque viven bien en ese lodazal, han aprendido a nadar con soltura en él y se sienten cómodos. ¿Por qué cambiar aquello que te funciona?
En ese ambiente, se produce el hallazgo en una acequia de dos niñas desaparecidas. Sus cuerpos evidencian signos de violación. Las golpearon y vejaron hasta matarlas. Hubo otras. Habrá más. Para esclarecer el asunto, son enviados al lugar dos policías con diferentes modos de hacer y pensar. La investigación les llevará a conocer la forma de vida en el lugar, el abandono social, la escasez de medios, el abismo que separa la gran ciudad de lo rural, la impunidad de la sangre llamada noble, el arraigo de la sumisión, el deseo de romper con el destino marcado, el lado siniestro de la belleza como seductor camino a la perdición...
Construida con meditado celo, con un guión que va poniendo el foco sobre unos personajes y pasa de largo sobre otros con inteligencia y siguiendo los cánones de estilo, se trata de una de las películas más importantes e interesantes en su género que ha dado el cine español. Desde el punto de vista técnico está cuidadosamente medida, sólo hay que observar, por ejemplo, el apartado de la fotografía, con esas tomas cenitales que se van alternando en la película desde el inicio de ese personaje llamado Guadalquivir, y que son un regalo para la vista. Pero es que además, el reparto rinde a un nivel a la altura de la propia película, con un Raúl Arévalo crecido gracias a un Javier Gutiérrez que sencillamente lo borda: me atrevo a decir (sin ver otras películas) que estará entre los nominados a los próximos premios Goya, y que, muy probablemente, se alzará con él. Su interpretación es soberbia, regalándonos un personaje que generará en el espectador sentimientos de camaradería, empatía, pena, odio. En algún momento me recordó, salvando las distancias, al poco escrupuloso Santos Trinidad de José Coronado en No habrá paz para los malvados.



UNA RESEÑA DE
 Santiago Navascués

©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS


No hay comentarios:

Publicar un comentario