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lunes, 14 de enero de 2019

El Rey Tahur, de Carlos Aurensanz

EL REY TAHUR, de Carlos Aurensanz

EL-REY-TAHUR
Portada de el Rey Tahur


Que las crónicas de las grandes batallas que se suceden en el mundo las escriben los que las ganan, no es algo que suponga un descubrimiento. Desde que el mundo es mundo, cuando los primeros hombres se dividieron en dos bandos por la posesión de unas tierras en las que sobrevivir, los enfrentamientos entre dos facciones han marcado la prosperidad de unos y el decaimiento de otros. Para que las grandes civilizaciones se alzasen tan alto, tuvieron que encaramarse sobre los torsos caídos de sus enemigos, a quienes conquistaban, saqueaban y violaban. Una de las leyes no escritas, pero que se dan en todos los continentes, consistía en que los vencedores trataban en lo posible de borrar todo signo de cultura o fe anterior a sus conquistas, y si las permitían, quienes se aferraban a su mantenimiento tenían unas leyes mucho más punibles que al resto, además de pagar muchos más tributos que aquellos que decidían pasarse al bando legítimo. Y es que el poder, no admite alternativas.

Lo que no cuentan las crónicas, o si lo hacen es de una manera sesgada o loada, es acerca de la vida personal de quienes dictaban las crónicas, es decir, de los reyes victoriosos de cada momento. A menudo, como era el Rey quien pagaba, lo que de él se decía en los textos era su buen hacer en los campos de batalla, su acierto en la gestión de las cuentas del reino, su destreza en el manejo de las armas. El problema de esta clase de textos viene cuando uno quiere conocer la personalidad de un Rey, ya que no lo encontrará en las crónicas oficiales. ¿Quién pagaría por la confección de unas crónicas cuya encomienda fuese reflejar los propios desaciertos o infortunios vividos? Lo más interesante de una gran figura no radica tanto en la pátina de grandeza que lo envuelve y que nos deslumbra, si no en su condición más humana, aquella que le acerca al resto de los mortales, a sus siervos y a aquellos que entregaron sus vidas de manera anónima para que todos ellos pasasen a la Historia.

Para su sexta novela, el escritor navarro Carlos Aurensanz, ha vuelto una vez más a la Tudela de sus orígenes, viajando a la ciudad medieval de finales del siglo XII, apenas unos décadas después de la reconquista hispana en aquellas tierras navarras. Si por algo se caracteriza este novelista es, entre otras cosas, por realizar con cada uno de sus trabajos un homenaje a su ciudad natal.
Con este nuevo trabajo, el autor parece cerrar su particular círculo medieval, pues ya nos descubrió el pasado árabe con su Trilogía de los Banu Qasi, y rescató a Hasday, el médico del Califa, para acercarnos a la cultura judía de la época. Por ello, con El rey tahúr que hoy nos ocupa, termina su periplo medieval fijando nuestra perspectiva desde el punto de vista cristiano que, si bien creemos conocido, a medida que vayamos adentrándonos en la lectura, hallaremos muchas sorpresas que muchos de nosotros desconocíamos hasta entonces.
La novela toma vuelo ya en las primeras páginas cuando uno de sus protagonistas principales, un joven llamado Nicolás, de ascendencia francesa, descubre un misterioso cofre árabe durante las tareas de derribo de la antigua mezquita de la ciudad para erigir sobre esos restos una portentosa colegiata dedicada al culto de los reconquistadores cristianos. En su interior encuentra un pergamino escrito con extraños símbolos arábigos, y decide llevárselo a su maestro de cantería Ismail, un escultor árabe, para que le indique qué significa. El maestro, enterado de su contenido, decide entregarle unas monedas a cambio para quedárselo. A partir de entonces, la posesión del pergamino se convertirá en el objetivo de todo aquel con poder en el momento: del obispado, del imán de la ciudad, del rey Sancho de Navarra o incluso del califa Miramamolín.
Aurensanz nos adentra en una época en la que los sarracenos siguen perdiendo terreno ante el empuje cristiano, si bien es cierto que entre tanto, los propios reinos cristianos competían, guerreaban y se debilitaban entre ellos; lo único que les aglutinaba era la profesión de una fe y un enemigo común: el cristianismo y el islam, respectivamente. En un tiempo en el que se hace necesario afianzarse en los nuevos territorios recuperados e imponer los usos y costumbres de los vencedores, los reinos repueblan con habitantes de las tierras del norte las poblaciones arrebatadas a los sarracenos. Además, erigen iglesias para demostrar la fuerza y la grandeza de su Dios, el verdadero, y para su construcción llegan gentes del sur de Francia especializados en grandes construcciones. Así se presenta nuestro protagonista en Tudela, pues está pensado que su colegiata deberá ser una causa de admiración para todo aquel que se acerque a la ciudad.
Esta novela nos permite conocer una parte importante de la vida de Nicolás, desde que siendo un niño se asienta con su familia en la ciudad, hasta que forma parte del equipo de trabajo de la Colegiata. Asistiremos al desarrollo de su personalidad a medida que van transcurriendo los años inicialmente siendo un muchacho, luego un adolescente apasionado por labrar la piedra, su enamoramiento de una joven prohibida para los de su clase, su afición al juego de tablas en las tafurerías (antiguos locales donde se practicaban distintos tipos de juegos)...
Será en una tafurería donde tomará contacto con el otro gran protagonista de la novela, el rey Sancho VII, que acabará siendo recordado como El Fuerte. Hijo de Sancho VI El Sabio, nació y murió en Tudela, gobernó el reino hasta que murió diez días antes de haber cumplido los ochenta años, y pasó a la historia como el rey que, en la victoria cristiana de las Navas de Tolosa, logró hacerse con las cadenas con las que la guardia personal del Califa guardaba la vida de éste. Con una altura que sobrepasaba holgadamente los dos metros de altura, el escritor tudelano nos muestra el lado más desconocido de un rey históricamente muy aplaudido, cuya personalidad, sin ser dual, muestra en ocasiones a un soberano preocupado por mantener y acrecentar el bienestar de sus gobernados, pero también a un hombre acostumbrado a que la reverberancia de su voz jamás encontrase obstáculo alguno.
El estilo del escritor tudelano es fiel al de sus otras obras del mismo género, en el que acostumbra a deternerse con un ritmo más pausado en las descripciones de lugares, trabajos o costumbres, y a veces en la propia trama (puede que peque un poco en este último punto), al tiempo que le da mayor ritmo cuando la acción se hace dueña de algunos capítulos de la novela. Es por lo tanto, como ese río Ebro al que tan bien se acerca en la novela y que además tendrá un protagonismo, cuyas aguas en ocasiones fluyen calmas y en otras lo hacen con un ritmo vertiginoso.
Con la construcción de la Colegiata de Santa María (hoy catedral) y con las intrigas cortesanas y religiosas acechando en cada esquina, Carlos Aurensanz erige una novela con la que busca no sólo retratar una época, sino desnudar a aquellos que la marcaron y cuyos nombres pasaron a la historia; de cómo los hombres buscan acercarse a Dios cada uno a su manera: a través de su esfuerzo artesano, influyendo en las almas de sus semejantes, o derramando su sangre para expandir el nombre del dios verdadero en tierras donde campa el infiel; de cómo la lucha por el poder marca y marcará el sino de los hombres, de los conflictos que surgen entre el poder terrenal y la representación del poder divino en la tierra, y de cómo mueven sus fichas ambos contrincantes en una partida crucial del juego de tablas.
Con El rey tahur, el escritor tudelano demuestra, una vez más, que se mueve como pez en el agua en la Edad Media y que controla perfectamente todos los entresijos técnicos de la novela histórica, que pocos escritores del género son tan solventes como él. Esto ya no supone una novedad. Es por ello que, desde este modesto lugar, le animamos a que se lance a la aventura creativa, que nos plantee un reto y nos sorprenda. Será nuestro propósito para este año nuevo que acabamos de inaugurar.




EL REY TAHUR 

Carlos Aurensanz

Ediciones B

ISBN: 9788466663526


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Una reseña de Santiago Navascués


©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

miércoles, 12 de febrero de 2014

DOS SIMPARES VIAJEROS Y UN GATO TROTERO EN TIERRAS VALENCIANAS VI: LACATEDRAL DE SANTA MARÍA DE VALENCIA


Cúpula de losÁngeles, recientemente restaurada

“Si durante algún tiempo creí amar, de tal sentimiento, poco conozco ahora en mí. Si me comparo al común de la gente, es verdad que hallo en mí gran amor; mas si recuerdo a alguien de otro tiempo, y lo que Amor puede en buena disposición, ni tan sólo puedo darme el nombre de amador, pues mi pasión no es tanta como debiera…” 



De nuevo en la Plaza de la Virgen dirigimos nuestros pasos hacia la Catedral. Viéndola hoy, baluarte del cristianismo en el Reino de Valencia y dedicada desde el siglo XIII a la Asunción de la Virgen, por el mismísimo Rey Jaume I, cuesta imaginar que anteriormente fuera la Mezquita de Balansinya (la Valencia árabe), alzada sobre la antigua Catedral visigótica que a su vez se construyó en el Templo romano dedicado a Diana. Historia sobre historia, sin que una anule a la anterior pues como las capas de una cebolla, todas protegen el corazón del fruto, el Alma del Reino, la Fe; sea cual sea la ideología que hizo alzar piedra sobre piedra, tenía un mismo fin: darle al pueblo la seguridad que necesitaba en tiempos convulsos.
En la plaza de la Almoina, en la parte trasera de la Basílica y lateral de la Catedral, se pueden apreciar los restos de las edificaciones anteriores a la Catedral, hoy albergadas en el Museo de la Almoina; una retrospectiva en la historia de esta ciudad, desde la Valentia romana, hasta la Balansiya musulmana. De nuevo, la Historia no devora Historia, solo utiliza sus cimientos para apoyarse y crecer, avanzar, perdurar. 

Mossen Osías enfiló raudo de nuevo hacia la Plaza de la Virgen dejando atrás, como si fuera alma que lleva el diablo, la Puerta de la Almoina.

−¡Aún no, aún no, he de verlo por última vez! –dijo nervioso mientras daba media vuelta.

De repente detuvo sus pasos frente a la Puerta de los Apóstoles de la Catedral. Yo aún seguía embobada en la Capilla de San Jordi, y aún giraba sin dejar de levantar la cabeza para admirar los arcos de la Obra Nova, tribuna abierta a la Plaza de la Virgen, y
que siempre me ha recordado el palco de un teatro, me fascina esta semicircular balconada, pues esa es la impresión que da, la de un gran balcón que mira a fieles y curiosos, que puede ver a los que oran y a los que miran, a los que se santiguan y a los que se admiran. Un ojo que ve sin juzgar. 

Capilla de la Catedral, pequeño museo que alberga joyas artísticas restauradas
Cuando por fin llegué hasta él, parecía absorto, con la mirada saltando de apóstol en apóstol, para luego saltar por las tres arquivoltas que encuadran la puerta abocinada y que hacen que el observador llegue a sentirse algo aturullado entre sus 48 figuras entre ángeles, santos y profetas. Es como si la entrada en el Reino de los cielos estuviera copada y el pobre mortal que habita la Tierra tuviera que pasar por innumerables cribas hasta alcanzarlo. Y arriba del todo, como si fuera el Sol iluminándolo todo, un soberbio rosetón de seis puntas, signo inequívoco de Salomón. Su belleza es innegable. 

 El Tribunal de las Aguas, reunido para solventar los conflictos hídricos
Osías inclina su cabeza ante la imagen de Santa María con el niño en brazos, rodeada de ocho ángeles músicos que está situada en el tímpano de la puerta; sencilla y hermosa reverencia sin duda. Yo me encuentro frente al Tribunal de las Aguas, en la calle Micalet, tan solo a unos pasos de mi Halconero, imaginando que es jueves al mediodía y el tribunal está reunido a sus puertas tratando las quejas y denuncias de los regantes valencianos ¿Cómo es posible que aún siga viva una tradición tan antiquísima, tanto que ya siendo Mezquita la Catedral observaba al tribunal impartir justicia? De nuevo, la Historia manda.

Y en esto estaba cuando vi de nuevo a mi compañero pasar velozmente a mis espaldas ¿Qué prisas le han entrado a este hombre ahora? tras una relajada noche ahora se había propuesto llevarme a los pies de los caballos. Y tuve nuevamente que salir corriendo tras él. Tal era la velocidad que este aparente anciano llevaba, que al intentar alcanzarle, cuando giré hacia la Plaza de la Reina, casi me estampo contra el Micalet, hoy torre de la Catedral, antaño, minarete de la Mezquita ¡Jesús, este hombre parece que tenga azogue!
Nos detenemos frente a la Puerta de los Hierros, para mí la más hermosa de todas, puede ser porque recuerda a un retablo cóncavo, como si un pintor necesitado de plasmar su arte no se hubiera detenido en su intento tan solo por carecer de madera y pinturas, y con punzón y cincel hubiera “pintado” sin usar pincel alguno. Y sin dejar de mirar y admirar los tres cuerpos del “retablo” con sus imágenes, subimos las escaleras y empujamos levemente las grandiosas puertas de madera, y esta vez sin asombrarnos tanto, las encontramos de nuevo abiertas.

“…La que tanto amé, ya murió,
 y yo sigo vivo, viéndola morir;
 un gran amor no podría sufrir
que la Muerte de ella me alejara.
Tendría que ir a buscarla a su camino,
 mas no sé qué me impide decidirme:
parezco quererlo, mas no es verdad, pues la Muerte
no se resiste a quien en sí la desea…”




Nada más entrar, a la izquierda, sobre la pila bautismal, se encuentra uno de los más celebres cuadros de Vicente Macip, El bautismo de Cristo en el rio Jordán por Juan Bautista ¿Será esta obra de arte lo último que quiere Osías volver a ver antes de marcharse? Evidentemente no. Mossen continua andando rápidamente hacia su izquierda, seguirle cada vez me cuesta más, juro que me falta el resuello ¿Cómo puede un anciano sacar fuerzas así de repente y correr como un mozalbete? algo muy fuerte debe insuflarle esa fuerza. Y a mi casi me da un patatús al verle entrar en el patio dónde se encuentra la entrada al Micalet, y me dio del todo al verle subir por las estrechas escaleras sin barandilla que quitan el sentido a alguien con miedo a las alturas. De perdidos al río. 

Subí tras de él los 207 escalones de su mortal escalera de caracol, 207 patatús uno detrás de otro, hasta llegar a lo más alto de sus cuatro cuerpos, 51 metros, nada más y nada menos. Antes de llegar arriba tuve el tiempo justo para saludar a “El Vicent”, “L’Andreu” “El Manuel” “El Jaume” “La Maria” “L`Ursula” “La Violant” “La Caterina” “La Bàrbera” “El Pau” y “L’Arcis”, las campanas del Micalet.
Desde allá arriba no solo se contempla toda la ciudad de Valencia, sino que en días claros se puede ver desde el Montgó hasta el Desierto de las Palmas. Ahí es ná. Pero en esta noche, una vez recobrado el aliento y la sensibilidad en las piernas, los tejados y azoteas de la ciudad parecían brindarnos un colorido campo de sembrados y barbechos, al puro estilo de los Impresionistas, y es que esa era la palabra. Impresionante. A mi espalda, silenciosas están la campana de la torre, “El Micalet” dispuesta a hacer sonar las horas, y en frente, “La Campana dels Quarts” la que anuncia los cuartos durante el día, y las medias a la noche. 

Sin duda alguna las vistas panorámicas de la Ciudad del Turia a la noche, sería lo último que Mossen querría ver antes de partir, no había nada que se le pudiera comparar a aquello, la Ciudad a nuestros pies. Imaginé que algo así sería lo que veían las almas al ascender tras dejar sus cuerpos, la que fue su vida a sus pies. De nuevo me equivocaba. No había terminado de apoyarme en el muro para descansar, cuando Osías comenzaba a bajar de nuevo los 207 escalones.

De nuevo en la Catedral, ya más tranquila y serena, las alturas me enervan y descolocan, miré a mí alrededor de izquierda a derecha, de arriba abajo. No me asustan las alturas cuando tengo los pies en el suelo y elevo mi cabeza para ver la grandiosidad de un edificio, y este, era de los más bellos con los que una persona puede encontrarse en vida, y yo era tan afortunada que llevaba formando parte de él desde que nací; y no dejaba de asombrarme y admirarme ni con el trascurrir de las décadas.




−Paseemos y admiremos esta maravilla del ser Humano consagrada a Dios –me dijo Mossen ofreciéndome su brazo− así nos gustaba pasear y dialogar a mi amada Juana y a mí. Contemplando lo humano, hablar de lo divino, y bajo la mano de Dios, cantar al amor. Mi segunda y amada esposa amaba la poesía tanto como yo las amaba a las dos, mujer y poesía. De nuevo me dejó solo el amor una noche, Dios se llevó lo que el Hombre tanto amaba. Solo de nuevo. Solo con mis recuerdos y mis letras.

Guardó entonces silencio Osías. No supe ni quise decirle nada, me limité a seguirle en nuestro paseo por la Catedral, que el silencio hablase por ambos. Comenzamos nuestro recorrido por la Capilla de San Vicente, continuamos por las de San Luis Obispo y San Vicente Ferrer, Inmaculada Concepción, Santa Catalina de Alejandría, Virgen del Pilar, Cristo de la Buena Muerte, la de la Virgen del Rosario, San Pascual Bailón, para acabar en la Capilla de San Pedro Apóstol

No quiso mi compañero detenerse en las capillas de la Puerta de la Almoina, tirando de mi brazo insistió en que todavía no era el momento de partir, aún no podía marchar sin verlo por última vez. Nada más me decía al respecto, tan solo se negaba a marchar sin ver aquello que tanto deseaba; pensé que tal vez ver la Sala Capitular, El Relicario o la Sacristía Mayor, fuera eso que tanto ansiaba, erré de nuevo. Nos dejamos cautivar por el soberbio y magnífico Altar Mayor y sus frescos sin parangón, por la cúpula y el Cimborrio, por el Coro y la Capilla Mayor; dejamos que la magia nos envolviera, que la paz del recinto nos atrapara, que nuestros pensamientos se acallaran, y tan solo observamos nuestro alrededor, como se observa lo que se ve por primera vez y tal vez nunca se vuelva a ver.

−Ha llegado la hora –me dijo− he de verlo por última vez. Mi partida ya no puede ser demorada, mi Señora ¿Me acompañáis?


El Santo Grial descansa en Valencia

Nada deseaba más que ver al fin ese ansiado objeto, el motivo por el cual habíamos recorrido la Ciutat Vella entera, de noche y en tan peculiar compañía, el motivo por el cual un Halcón me despertó tocando con su ala en mi ventana, el mismo por el que un Gato me había incitado a seguirle, aquel por el cual decidí sin saber cual era, seguir a un completo desconocido y sentirme unida a él. Por supuesto que quería acompañarle.
Dejamos atrás el Altar Mayor, las capillas laterales, las tres puertas, las Capillas de San Miguel Arcángel y San Sebastián, y entramos en el Sancta Sanctorum de la Catedral. Por supuesto, no podría haber sido de otra manera ¿Cómo no lo había adivinado? ningún visitante de la Catedral puede marcharse sin verlo, más aún, un amante de la Ciudad y la Historia. Entramos en la Capilla del Santo Cáliz.

“…Claro está que mi vida no terminó,
 cuando vi cómo la muerte se le acercaba,
 y llorando decía: -¡No me dejéis,
 sentid el dolor que el dolor causa en mí!
 - ¡Oh malvado corazón de quien en tal trance
 no queda despedazado y sin sangre!
 Un poco de piedad, un poco de amor
 bastaría para mostrar un gran dolor.
 ¿Quién será aquél que llegue a dolerse
 la bastante de los piadosos males que la Muerte trae?
 ¡Oh mal cruel, que la juventud arrebatáis
 y hacéis que la carne se pudra en la fosa!...”


El recogimiento en la Capilla era absoluto, en el Altar, el Santo Cáliz de la Cena Del Señor, a pesar de su pequeño tamaño, lo iluminaba todo, cada una de sus piedras, sus vetustos y pétreos asientos, sus toscas paredes, las cadenas que lucen en las mismas y que antaño cerraban el Puerto de Marsella, la misma tumba del arzobispo Menéndez Conde y sobre todo, el imponente Retablo de Alabastro. La Paz más absoluta. Y sin duda eso era lo que sentía Mossen en la Capilla. Se acercó hasta el Altar, reclinó su cabeza, oró en silencio y cerró los ojos durante largo tiempo. Se puso en pie y ofreciéndome su brazo salimos de nuevo.




Andaba Mossen por el pasillo derecho de la Catedral, mirando las capillas que anteriormente pasamos de largo, sin apenas detenernos por el ansia de llegar cuanto antes al Tesoro de Osías, cuando me detuve a disfrutar de las maravillosas obras de Goya y dejarme atrapar una vez más, por el bello oscurantismo del dulce Barroco. En ello estaba cuando escuché un fuerte golpe no lejos de mí, como si una pesada puerta se cerrara; el eco retumbó en toda la Catedral, haciéndome dar un respingo y sobresaltándome. Una vez recompuesta del susto inicial anduve hacia el lugar del cual creí provenía el estrépito, llamé en voz alta a Mossen y no obtuve respuesta de él. Una y otra vez dije su nombre en voz alta, pero nada, no hubo señal alguna de su presencia. 

La genialidad oscura de Goya
Recorrí de nuevo la planta entera, desde la Puerta de los Hierros, hasta el patio del Micalet; fui de capilla en capilla buscando a mi compañero, incluso volví a la Capilla del Santo Cáliz. Nada, absolutamente nada. Di la vuelta al Altar, parándome en la Capilla de la Resurrección y mirando de izquierda a derecha sin dejar de llamar a mi Halconero. Nada. Nada. Comencé a dar de nuevo la vuelta y fue entonces cuando lo vi. En la Puerta de la Almoina , sobre la misma entrada, estaba el Halcón que perturbó mi sueño al comienzo de aquella noche. Abrió sus alas y emprendió el vuelo soltando un suave gañido al sobrevolar mi cabeza.
Casi me hace perder el equilibrio y caer al suelo, y justo cuando estaba a punto de hacerlo, una pluma del ave cayó antes que yo sobre una lápida de oscuro mármol. Me quedé sin voz y casi sin aliento. Sobre la lápida, rezaba esta inscripción:

Yo soc aquest qui en la mort delit prenc, puix que no tolc la causa perquè em ve (Yo soy este quien disfruto de la muerte, por)”que no rehuyo la causa por la que me viene.” 


Y un nombre. Ausiàs March. Y una imagen. La de un Caballero con espada, calzas y capa. Mi Halconero. Mi Mossen. Mi Compañero de ruta nocturna. Y me agaché a tocar su lápida. Me llevé la pluma que el Halcón dejó caer y en silencio me marché. Cerré tras de mí la Puerta de los Hierros y me encaminé hacia la Plaza de la Reina, cuando el alba comenzaba a romper. No recuerdo si me subí al autobús que pasaba en aquel momento, o si caminé de nuevo por las calles de Valencia, tal vez volé como el Halcón, todo pudo haber ocurrido en aquella noche, pues tampoco recuerdo el trayecto, ni el cansancio, ni las caras de la gente, tan solo, la voz de Mossen recitándome su última poesía.

“…Todos mis amigos me compadecerán
 así que vean mi pasión;
 el falso compañero se alegrará,
 y el envidioso, que disfruta con el mal,
 ¡pues, tanto como puedo, sufro y sufrir quiero,
 y si no padezco, siento fuerte disgusto,
 pues deseo no volver a sentir placer
 y que jamás cese el llanto de mis ojos!
 No amo tan poco como para que no mojen mi cara
 las lágrimas, al pensar en su vida y en su muerte;
 rememorando su vida, vivo en la tristeza,
 y su muerte lamento tanto como puedo.
 No logro más, nada más puedo hacer,
 sino obedecer lo que mi dolor ordena;
 antes quisiera perder la razón que no el dolor,
 y de poco amor me acuso, puesto que no muero.
 No se excuse el amador de amar poco
 si sigue vivo, estando muerta su amada;
que viva por lo menos apartado del mundo,
 y que tan sólo tenga el nombre de cautivo.”

( Canto Sexto de Muerte, Ausiàs March)


Vistas desde el Miguelete de la Plaza de la Reina

Llegué a casa y me metí en la cama. Santiago se quejó de que no dejé de moverme en toda la noche. Mi Gato no hablaba, solo ronroneaba mientras dormía plácidamente. No podía recordar cómo había llegado hasta allí. Tal vez, solo tal vez, la cena si fue en realidad pesada. Y me dormí.
Al despertar por la mañana todo parecía un sueño. Mi cabeza estaba llena de imágenes borrosas, de voces turbias, de sonidos confusos, sin duda alguna había pasado muy mala noche, tanto, que confundí sueño con realidad. Pero fue tan hermoso. Al abrir la ventana, un rayo de sol entró en la habitación y sobre la mesita se veía claramente lo que no era una ilusión, ni una alucinación, sobre mi mesita había una pluma de Halcón.

El gato me miró y dijo, Miauuuu. Solo Miau. Y un gañido de Halcón se oyó al otro lado de la ventana.


Un privilegiado lugar para divisar los confines de la ciudad


CATEDRAL SANTA MARÍA DE VALENCIA
c/ Almoina s/n
46003 Valencia
telf. 96 391 81 27/ 96 392 43 02



©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
FOTOGRAFÍAS: Santiago Navascués Ladrón.
TEXTO: Yolanda T. Villar.