REAL FÁBRICA DE ARMAS DE EUGI
Nunca antes había visitado Eugi.
Ni tampoco había conocido a alguien tan singular como el viejo Macario. Lo que
a continuación les narro obedece de forma ordenada al conjunto de recuerdos que
de mi visita a Eugi albergo en mi memoria. Y en mis retinas. Sobre todo en mis
retinas. Aún a riesgo de que me tomen por loco.
Eugi es un pequeño pueblo, podría
decirse que un superviviente a las necesidades humanas. Hunde las raíces de su
Historia en la frondosidad de sus bosques de hayas, en la cercanía a las minas
de hierro que ocultan las entrañas de los montes que lo circundan, y en el
vigor y la bravura de las aguas del Arga: sustento de hombres, alivio del agro
y colaborador ineludible en la forja del desarrollo de sus gentes durante
siglos.
En realidad, no recuerdo cómo ni
qué me llevó hasta allí; sólo puedo confesar que mi coche, al atravesar el
puerto de Urkiaga, que dista apenas unos kilómetros de la frontera francesa,
decidió enrocarse en la carretera, inclinándose con torpeza sobre su costado
izquierdo y, al trazar una curva abierta a la derecha, decidió que allí iba a
pasar la noche: había pinchado una rueda. En aquellos momentos caía una lluvia
no demasiado voraz pero sí lo suficientemente persistente como para depositar
mis esperanzas en un frugal descanso que me permitiese cambiar el neumático
averiado y continuar mi marcha.
En primer plano, una escoria, restos de desechos tras la fundición del hierro
Así las cosas, permanecí varios
minutos con el motor apagado, mirando a mi alrededor a través de los cristales de
mi coche, observando cómo las gotas de lluvia caían sobre otras anteriores y el
agua se escurría ladera abajo hasta alcanzar algún torrente que a buen seguro
iría a desembocar en el Arga. Entre tanto, el frío comenzó a alojarse en el
interior del vehículo y decidí encender el motor para conectar la calefacción.
Apenas tomó temperatura el habitáculo, observé frente a mí, corriendo sobre el
asfalto, una pequeña ardilla de color parduzco que fue a mimetizarse con
pequeños y acelerados pasos hacia el espesor de las hojas caídas de las hayas
que alfombraban de otoño moribundo el firme del monte. Aquello sucedió en
apenas unos segundos. Al menos así lo percibí. Fue ese el tiempo que necesitó
una densa niebla para descender de ninguna parte hacia el fondo del valle,
arrastrándose a escasos centímetros del humus del suelo como el buen sabueso
que sigue el rastro de su presa, con su nariz en vuelo rasante sobre las hebras
de hierba y de musgo. La lluvia seguía cayendo, la escasa luz de un sol
atrapado bajo el velo de la lluvia se disipó y la noche inundó de oscuridad
aquellos recodos del bosque que hasta entonces habían logrado escapar al abrazo
de las sombras.
El Arga, siglos después, sigue lamiendo los muros de piedra
De pronto, a lo lejos, haciendo
un esfuerzo para salir del sopor en el que había caído, observé una luz que se
aproximaba hacia mí. Se trataba de un hombre cuyo herrumbroso andar no le
impedía, sin embargo, ascender el desnivel de la cuesta que nos separaba.
Vestía de negro, con una amplia capa raída que le cubría todo el cuerpo y que
únicamente permitía ver unas botas de piel oscuras, quizá negras, ajustadas con
una hebilla de metal. Pude comprobar, cuando ya estaba a escasos metros de mí,
que lucía una boina negra ligeramente ladeada hacia el lado izquierdo y
rematada con un rabillo en el centro. Le protegía de la lluvia y también del
frío.
—¿Piensa quedarse ahí toda la
noche?— me espetó nada más golpear el cristal de mi coche con los nudillos de
su mano.
Crisol de colores de invierno
Bajé la ventanilla y él dio un
paso atrás, sorprendido por el movimiento y el sonido de descenso de la misma.
Se trataba de un anciano, probablemente superaba los ochenta años. Lucía un
curioso bigote que apenas ofrecía un grosor de tres milímetros desde la
comisura del labio superior. Era un bigotín a medio acabar, pero a juzgar por
lo cuidado y la mesura empleada en recortar su trazado, podría asegurar que era
un bigote deliberadamente diseñado al estilo militar. Sus facciones eran
amplias y angulosas, con una prominente y ancha barbilla que le otorgaba a su
perfil un aspecto similar al de una luna creciente.
— Creo que he pinchado— acerté a
decir tras unos segundos mirándonos fijamente.
— ¿Qué clase de ruedas hacen
ahora? Las de toda la vida jamás han pinchado… Antes partían el eje, pero eso
de pinchar…— El anciano observaba la rueda acercando el candil que portaba al
neumático mientras bisbiseaba para si mismo.
— Pensaba esperar a que escampase
para poder cambiarla.
Restos de una pared lateral en la zona industrial
—Le aseguro que no dejará de
llover en toda la noche— certificó sin pestañear mirando al cielo—. Si quiere,
puede acompañarme a mi casa. Vivo no muy lejos de aquí, pero ahora había
salido, como todas las noches, en busca de Olaberrí, la fábrica que anda por
ahí arriba, entre los árboles, y que nunca encuentro. Si finalmente no damos
con ella, regresaremos a mi casa y dormirá allí, conmigo.
—Está bien— le respondí con
cautela—, mi intención no es molestarle, pero a decir verdad no conozco a nadie
de estas tierras, vengo de muy lejos y me sería de gran ayuda si usted me
acerca al pueblo más próximo.
—Eugi es el más cercano si
continúa en la misma dirección que llevaba. Pero ahora, sígame. No quiero
perder más tiempo.
Restos de los talleres donde se maleaba el codiciado metal
Caminamos bajo la lluvia
alrededor de veinte minutos hasta alcanzar un pueblo que parecía surgido de la
nada. Nada más cruzar un puente sobre el Arga, la disposición de los edificios,
muchos de ellos de piedra, venía dada por la pendiente del terreno. El señor
Arnáiz, pues así se apellidaba el anciano, me contó que siempre había deseado
conocer este lugar y que ésta era su primera vez, que había vagado cientos de
veces por el bosque pero nunca había conseguido alcanzar la ruta correcta. Era
un enclave de fundición de hierro en el que destacaban, por encima de todo lo
demás, tanto los silos de carbón como las dos grandes chimeneas de los hornos
donde se fundía el codiciado metal. También había herrerías en las que los
herreros tallaban y maleaban el hierro hasta darle su apariencia y forma
definitiva.
Junto a la actual carretera que conduce a Francia, se recuperó un extraordinario muro
Todo estaba en silencio. Apenas
se escuchaba el crepitar de la madera de haya que se consumía en el interior de
los hornos, pues éstos debían permanecer siempre encendidos, aún cuando no se
trabajase en ellos. Las chimeneas arrojaban a través de sus grandes bocas un
hálito de humo gris. En la parte alta, hacia la que nos dirigimos, nos
encontramos a un hombre con un brazo en cabestrillo que, en ese momento, era
despedido por el dueño de la casa de la que salía. Le saludamos de manera
cortés, nos explicó que venía de someterse a una cura rutinaria en casa del
galeno; que se llamaba Xabier y que se dirigía a la taberna. Así pues, nos
unimos a su caminar y juntos, después de dejar atrás varias casas de madera y
lo que parecía ser una pequeña iglesia, nos refugiamos en la taberna en busca
de alimento, calor y abrigo para nuestros cuerpos.
Talleres. Aún se puede apreciar la puerta que cruzaba, sobre el río, a las calles adyacentes
La taberna se encontraba a
rebosar. No era en recinto muy grande, pero todas las mesas salvo una estaban
ocupadas por hombres que bebían, jugaban a los dados y a las cartas, y lanzaban
risotadas, embustes y órdagos a la grande. Todos, también Xabier, vestían la
misma ropa que usaban para trabajar, por lo que estaba sucia y muy desgastada.
Ocupamos la mesa libre y una vez que la mujer del tabernero nos sirvió vino,
chorizos, morcillas y un queso potente y picante, Xabier nos indicó que
trabajaba como auxiliar de uno de los herreros del lugar, que además era su
padre, de la misma forma que todos sus antepasados también habían forjado el
hierro en Olaondo y Olazar,
antiguas armerías que se remontaban incluso a los tiempos pretéritos en los que
Navarra fue un reino independiente.
Años después de ser abandonada, los terrenos de la fábrica sirvieron como plantación maderera. Dicha explotación estuvo a punto de acabar con ella.
El señor Arnáiz y yo escuchábamos
con enorme curiosidad su relato. La Real Fábrica de Armas (ese era su nombre oficial)
se había edificado en el año 1766 y en la actualidad daba sustento a cinco
centenas de hombres y mujeres que laboreaban sin descanso para producir la
munición suficiente (pelotas, las
llamaban) para las grandes
empresas bélicas que, en el continente y allende los océanos, el rey llevaba a
cabo para contener y mantener las fronteras del reino y los territorios de
ultramar. Así pues, fabricaban en su mayor parte munición para cañones, bombas,
granadas, proyectiles y algunos modelos de armas ligeras de hierro.
Restos de uno de los hornos de la fábrica. El hierro alcanzaba temperaturas elevadísimas
Xabier, que según su propio
testimonio nació dentro de la herrería de su padre (pues su madre arrojó aguas cuando ésta
le llevaba la comida a su marido), nos reveló que el bosque era el lugar perfecto
para situar una fábrica de esas características. En primer lugar, porque los
hayedos proporcionaban una madera de alta calidad que, convertida en carbón
vegetal tras un laborioso proceso, servía para mantener los hornos a pleno
rendimiento. Del mismo modo, el subsuelo próximo era rico en minas de hierro,
por lo que su traslado hasta Olaberri era relativamente asequible. Y en último
lugar, contaban con la fuerza natural de la corriente del río Arga, que a su paso por la fábrica había
sido parcialmente modificado su rumbo para que sirviese como impulsor de los
enormes fuelles que avivaban los hornos.
Canal de hornos
El método de fabricación apenas
había sufrido cambios en los últimos tiempos. En primer lugar, se introducían
grandes dosis de carbón en los hornos. Cuando éstos alcanzaban la temperatura
indicada, se introducía el metal y se procedía a su fundición. Llegaba el
momento en el que el metal se volvía casi líquido y todos los restos e
impurezas, llamadas escorias, se
retiraban para conseguir un hierro de la máxima pureza posible. Era entonces
cuando se retiraba y pasaba a las laboriosas manos de los herreros, que eran
los que lo golpeaban de manera incesante hasta que conseguían darle la forma
del proyectil solicitado.
Naturaleza y Humanidad se abrazan sobre el discurso del río Arga
Pregunté que cómo era posible que los bosques
no quedasen arrasados, puesto que entendía que la cantidad necesaria para crear
carbón suficiente para abastecer la producción debía ser altísima. Entonces, me
respondió el señor Arnáiz que él sabía perfectamente que los moradores de
aquellas tierras le daban al monte lo que le arrebataban y así, del mismo modo
que talaban un árbol aquí, plantaban otro en algún lugar apropiado para
regenerar así los bosques. Me sorprendió el aplomo en la respuesta del anciano,
máxime cuando él mismo me había confesado que nunca había conseguido alcanzar
Olaberri, y sin embargo parecía como si conociese este lugar desde siempre.
Pensé que se trataba de algún estudioso o algún loco que enloqueció atesorando
y leyendo libros antiguos. Un Quijote de la montaña.
Horno de Santa Bárbara
Preguntó a Xabier sobre el proyecto de
navegación del Arga para facilitar el aprovisionamiento de materias primas y el
hombre, sorprendido porque era un secreto casi desconocido en la fábrica, nos
confesó en un tono deliberadamente nimio, que se trataba de un plan que tenían
los ingenieros del rey pero que, al parecer, los primeros estudios arrojaban
unos costes dificilmente asumibles. Él mismo sostuvo que se decantaba por unir
Orbaitzeta (la otra fábrica de armas situada al noroeste) y Olaberri para
transportar con mayor eficacia la producción, y continuar la senda para que
desembocase en la cercana Irurita, desde donde alcanzaría las costas cántabras
descendiendo por el caudal del Bidasoa.
Carboneras. Los huecos alineados indican la ubicación de un techo
Alargamos la velada hasta que el tabernero
nos avisó de que ya era tarde y debía cerrar. Xabier nos invitó a pasar la
noche en su casa. De buen grado decidí aceptar su invitación, al igual que el
señor Arnáiz. Para entonces, el resto de hombres aún bebián y jugaban.
Resultaba asombroso imaginar que aquellos trabajadores, al día siguiente,
rindiesen de manera habitual como si tal cosa. Tenían un temple especial, un
aguante extraordinario y abandonaron la taberna entre cánticos y chanzas.
El anciano Arnáiz nos condujo hasta las
viviendas de los trabajadores mientras yo seguía descubriendo nuevos datos de
la fabricación de la munición en la fábrica. Xabier le preguntó:
— ¿Seguro que usted no había estado nunca
antes aquí? Parece como si fuese uno más de mis vecinos.
— No mientras esta fábrica estuvo en
funcionamiento...
De pronto, escuché una explosión cercana que
interrumpió la conversación, como si algo hubiese detonado al otro lado del
río.
— ¿Habéis escuchado? —pregunté atemorizado
despegando las manos de mis oídos.
— ¿Qué debíamos escuchar? — replicó Xabier.
— La explosión al otro lado del río.
Arcos junto a las carboneras
— ¿Qué explosión? —Insistió el señor Arnáiz—.
Todo está en calma. Mira a tu alrededor…
El anciano tenía razón, todo era silencio. Y
sin embargo, yo había escuchado una explosión cercana. Extrañado, suspiré.
—Será mejor que descanses. Mañana será otro
día — susurró Xabier mientras me invitaba a cruzar el umbral de la puerta de su
casa.
Xabier nos indicó dónde podríamos dormir. Al
señor Arnáiz le cedí el camastro que había al lado de la habitación de Xabier,
y yo decidí que dormiría en la cocina de la casa, que también hacía las veces
de salón. Llegaba muy cansado, con ganas de dormir, y lo hubiese hecho incluso
de pie. Por suerte, junto al hogar, que aún conservaba un fuego encendido,
había una butaca en la que tomé asiento, me cubrí con varias mantas que Xabier
trajo para mí y, al fin, me entregué al sueño.
En mitad de la noche, bajo la luz de una luna
brillante y tímida, parcialmente cubierta de un velo de nubes grises, escuché
de nuevo dos nuevos estruendos, esta vez junto a la casa de Xabier. Me levanté
de inmediato, acudí raudo a la ventana y miré a través de ella. Algunas casas
ardían al fondo, el ambiente estaba cargado de un humo denso y añil, y se
escuchaban decenas de gritos, grandes voces llamando a la huída, algunas
proclamas que sonaban como jaleos en una suerte de francés, alaridos de mujeres
atemorizadas, llantos de niños sin consuelo, alboroto de animales en los
corrales y, de pronto, los primeros caballos de un ejército uniformado que
comenzaron a recorrer las calles con grandes sables enhiestos que cortaban el
frío y la noche.
Estábamos sufriendo un ataque.
Zona residencial
Cerré la ventana y me adentré en la casa.
Busqué al señor Arnáiz y a Xabier, pero sus lechos estaban vacíos. Puede que
hubiesen huido antes que yo. Sin tiempo a pensar qué les llevó a dejarme allí,
observé que al fondo del pasillo se abría una pequeña puerta que muy
probablemente daba a la trasera de la casa. En efecto, así era. Miré en
derredor y, al comprobar que apenas unos metros más allá había un gran desnivel
que conducía al monte, corrí hacia él tras escuchar una nueva explosión que
hizo saltar por los aires los muros de los edificios cercanos.
No volví a mirar atrás. No tuve el valor de
quedarme y luchar por la gente inocente que allí estaba muriendo. Fui un
cobarde y sólo acerté a no tropezarme a medida que iba descendiendo entre las
hayas. Sólo procuraba salvar mi vida. Siempre había pensado, quizá influido por
el cine y los héroes sobrehumanos que en el podemos encontrar, que llegada una
situación así, no me arredraría y lucharía por salvar a los más débiles que yo.
Entonces comprendí hasta qué punto el instinto de supervivencia animal que
todos llevamos dentro actúa sn que la razón, que nos humaniza, haga nada por
impedirlo.
Encontré mi coche casi por arte de magia apenas
unos metros más debajo de donde me encontraba. Corrí hacia él y busqué entre
mis bolsillos las llaves. Conseguí abrirlo, lo arranqué y lo conduje, con la
rueda pinchada, hasta un pequeño claro de bosque que se abría un par de
kilómetros más adelante. El sonido de los cañones ya no se escuchaba. Olaberri,
la Real Fábrica
de Armas que forjaba el hierro para enmudecer al mundo, moría a hierro y a
fuego. El Bosque de Quinto Real ardía y su tesoro más preciado era reducido a
rescoldos y ruinas. Llovía ligeramente.
Escaleras de acceso a una vivienda
Me desperté tras escuchar el canto de un
simpático pajarillo que trinaba sobre una rama cercana. Tras desperezarme, pude
darme cuenta que había salido un día frío pero soleado. Comprobé que no había
nadie en el entorno y me dispuse a cambiar la rueda lo antes posible. Miré
hacia la parte alta del monte, hacia la ubicación de Olaberri. No se apreciaba
nada. Ni si quiera un atisbo de humo que delatase lo sucedido la noche
anterior.
Tras colocar la nueva rueda, arranqué el
coche y continué el camino hasta llegar a Eugi, tal y como me aconsejó el señor
Arnáiz. ¿Qué habría sido de él? ¿Y de Xabier?
Llegué al pueblo, observé las bonitas vistas
que ofrecía la estampa de un enorme pantano rodeado de las montañas adyacentes,
y aparqué junto a la entrada de un bar-restaurante. Necesitaba desayunar y
aclararme las ideas. Después de dar los buenos días, recogí un periódico
dispuesto a encontrar noticias de lo sucedido, no ya de lo ocurrido de
madrugada, pero sí al menos algo que motivase la invasión francesa y el ataque
a Olaberri. Sin embargo, la prensa no decía nada.
Le pregunté al camarero si sabía algo de lo
ocurrido en la Real Fábrica
de Armas la pasada madrugada y él negó con la cabeza, sorprendido y mirándome
con cierta desconfianza. Volví a insistirle, le conté que había pinchado, que
llovía a cántaros y que no pude cambiar la rueda de repuesto; le hablé de
Xabier, hijo de un herrero que allí trabajaba, y del señor Arnáiz, al que había
encontrado caminando bajo la lluvia en mitad del monte.
El Arga refrigeró los hornos y los talleres durante años
— Está usted delirando. Olaberri dejó de
funcionar en 1.794, amigo. Estamos en el año 2.012. Han pasado más de
doscientos años desde entonces, y le aseguro que allí sólo hay ruinas y restos
de lo que una vez hubo. Lo único que no ha cambiado es que el Arga sigue
corriendo por allí. En estos montes siempre han existido fábricas de este
estilo. Hubo otras antes que la que usted se refiere. Olaondo, fundada por
Carlos III el Noble de Navarra en el siglo XV, hoy bajo las aguas del pantano
que usted puede ver aquí al lado. Y años después se levantó la de Olazar,
varios kilómetros río arriba. De sus herreros, y con la ayuda de maestros
armeros milaneses, surgieron algunas de las armaduras más bellas que hoy puedan
contemplarse: la de los reyes Felipe III y Felipe IV cuando eran niños, entre
otras muchas.
— Pero ¿entonces, qué fue de Xabier, y del
señor Arnáiz? ¿Y el ataque francés, y los muertos, los gritos, los heridos…?
—insistí.
— Cuando Olaberri fue arrasada por el
ejército francés, en plena guerra de Convención, hubo muchos muertos, se dice
que un número cercano a los doscientos, y que al menos esa cifra se triplicó en
los que resultaron heridos… A decir verdad, fue una escabechina. En cuanto a
ese que usted dice que se apellidaba Arnáiz… lo único que puedo decirle es que
hubo aquí un capitán militar, de nombre Macario Arnáiz, que realizó un estudio
detallado de las ruinas de estas instalaciones al menos 50 años después del
cierre forzoso de Olaberri.
Estaba completamente desconcertado, pero a
medida que me iba explicando, algunas piezas comenzaban a encajar: ese capitán
pudo ser el señor Arnáiz, porque recuerdo que nos dijo que él no había estado en
Olaberri cuando estuvo en funcionamiento… y sin embargo la conocía al detalle,
como si fuese un vecino más… Pero… ¿entonces? ¿Quién era el hombre qué me
encontré en el bosque? ¿Quién el que decía llamarse Xabier? ¿Quiénes…? O tal
vez mejor dicho… ¿qué eran…? ¿Fue realmente un sueño, como decía el camarero? Y
sin embargo, el llanto de los niños aún resuena en mis oídos…
Verde Invierno
— Puede que usted tenga razón pero… ¿cómo es
que un camarero tiene tantos conocimientos sobre la fábrica?
— Eugi es un pueblo pequeño, pero su
tradición está vinculada al hierro durante siglos. Casi todos entroncamos con
el hierro —dijo sonriendo—. De hecho, muchos de nosotros tenemos un antepasado
común de aquellos armeros milaneses… Yo me encuentro entre ellos. Mi apellido,
Seminario, proviene de Juan Bautista Seminari, acicalador de armaduras al que
le debió de gustar tanto estas tierras que aquí casó y tuvo hijos suficientes
como para que su semilla aún siga regando la vida del Eugi actual—concluyó
entre risotadas.
Salí del restaurante y decidí regresar a
Olaberri. En el kilómetro catorce, una vez pasado el cruce que lleva a Irurita,
descubrí una placa que indicaba la ubicación de la Real Fábrica de Armas de Eugi.
Olaberri. Allí encontré, a un lado y otro de la carretera que llevaba a
Francia, los restos que aún hoy el bosque de Quinto Real y la acción humana
todavía no han destruido. En el mismo lugar en el que yo los vi la noche
anterior, encontré los restos de los hornos, las carboneras, las calles que
comunicaban la zona industrial con la residencial…
El río Arga discurre como antaño, y el rumor
de su tránsito resuena en el bosque del mismo modo que lo hacía ayer… Sus aguas
siguen corriendo bajo los arcos de la vieja fábrica; anhelando lamer las
palas de los molinos que movían los fuelles que avivaban los hornos. El Arga,
bravo río, añora la época en la que sentía que su poderoso paso marcaba el
ritmo del hombre, y no a la inversa.
Entre un mar de hayedos, aún se aprecian calles y edificios de roca
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Centro de Referencia Histórica de Olondo
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Eugi
Tel. 948372458
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C/ San Gil, 26
Eugi
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CUIDA Y RESPETA LAS RUINAS, ES PATRIMONIO DE TODOS
Redacción y Fotografía:
Santiago Navascués
Ayer mismo, al volver de Urkiola ensimismada por el paisaje otoñal, descubrí por casualidad esta maravilla escondida en la naturaleza, y la búsqueda de más información me ha llevado a su precioso relato. Muchas gracias, me ha encantado! Un saludo
ResponderEliminarHa sido un placer compartir tan hermoso sitio y ver que no somos los únicos a los que nos ha enamorado.
EliminarGracias. Un saludo!
Sin duda es un lugar que enamora: https://www.youtube.com/watch?v=oEC3Zit75kA
ResponderEliminarIndudablemente que si. Tendría que ser no solo más conocido, si no reconocido.
EliminarUna visita que todos deberíamos hacer una vez en la vida como mínimo.
Un abrazo Francisco.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPrecioso relato, Sin duda un lugar que visitar.
ResponderEliminarNo lo dudes María, para los troteros es un lugar de referencia y paso casi obligado.
EliminarNo dejes de ir.
Un abrazo