Antiguas ruinas con reminiscencias romanas, árabes y medievales bajo el Alcázar de Toledo
“El alcázar toledano, que se alza sobre el cerro más alto dominando la ciudad, tiene su origen en una fortaleza musulmana que sirvió de residencia a los gobernadores de Toledo, entre ellos el ya citado en alguna otra leyenda "Al-Mamun", que tenía una hija llamada Casilda. Cada noche, cuando todo dormía o parecía dormir en el castillo, Casilda se levantaba del lecho y, entreabriendo la puerta y las ventanas de su aposento, escuchaba la muchacha los lamentos y gemidos que subían hasta ella desde el foso. Desde muy niña había demostrado una gran sensibilidad hacia las desgracias ajenas y moviéndose por el alcázar había descubierto la dureza de la prisión y la trágica suerte de los cautivos, en su mayoría cristianos capturados en las duras luchas fronterizas del reino moro. En sus visitas a las mazmorras de la fortaleza, no dudaba en curar las heridas de los prisioneros, llevarles alimento y consolarles, mientras hablaba con ellos y se le despertaba cierta curiosidad por aquella religión a la que dichos hombres no renunciaban pese a sus penalidades…”
Cada paso que dábamos por la Ciudad Imperial, más nos acercaba a un lugar repleto de leyendas, misterio, historia y magia. Se sentía en la piel, como el que siente un ligero pellizco de dedos de su amado en la nuca, o más bien, era la sensación que precede a ese pellizco, cuando se intuye la intención y se ve la sonrisa maliciosa del amado enarbolando los dedos en alto, como pendón de un batallón.
Salíamos desde la Plaza de Zocodover tras tomarnos un pequeño descanso, enfilábamos por la Calle Armas, cuando vi a un extraño hombrecillo de aspecto moruno, seguirnos de cerca. Al menos esa era la impresión que nos dio a mi compañero y a mí. Al principio parecía despistado o incluso perdido, daba la impresión que no sabía dónde dirigirse, e incluso nos dio la impresión de que ni siquiera sabía dónde estaba; miraba a su alrededor extrañado, asombrado, parecía por momentos que estaba asustado al ver todo lo que le rodeaba, como si se encontrase en un mundo extraño. Nadie parecía reparar en él, sin embargo yo no podía dejar de mirarle, era un personajillo realmente curioso; y esa atracción que pareció despertar en nosotros, fue recíproca, pues una vez el hombrecillo se fijó en nosotros, no dejó de mirarnos y seguir nuestros pasos.
No nos hizo, ni nos dijo nada, así que decidimos seguir nuestro camino sin prestarle demasiado atención; por un momento pareció que le perdimos de vista en Santiago de los Caballeros, y continuamos por Alféreces Provisionales hasta la Unión, para realizar una de las visitas a Toledo que más nos atraía y a mí, incluso, más nerviosa me ponía, El Museo del Ejército en el Alcázar.
No era por nada en concreto, pero siempre me ha puesto algo nerviosa encontrarme entre militares, sobre todo si son de alto rango; tal vez fuera por esa herencia judío-cristiana que llevamos grabada a fuego, y nos hace ver al alto mando como a un General romano, un Galba despiadado o un Belisario impasible. Ni siquiera el haber vivido en un cuartel, ha logrado que me quite ese nerviosismo al encontrarme de frente con alguno de ellos, de Alférez para arriba.
Nos recibiría en la entrada uno de esos temibles Capitanes del ejército, sería un hombre de ojos oscuros y mandíbula cuadrada, portaría un tremendo bigote negro, enroscado en las puntas; puede que ser que incluso llevara un fusil al hombro, o algún que otro sable, que de seguro tendría varios, fijo que llevaría todos los galones bien dispuestos, un montón de medallas colgadas por todas partes, hasta la de santa Quiteria ¡Ay no, que esta era la virgen de Alcázar de San Juan, no del Alcázar de Toledo, es que estaba muy nerviosa, que no quería que me enviasen a las mazmorras!
−¿Cómo le saludo, Santiago? –preguntaba nerviosa a mi compañero− ¡Señor, sí señor! ¿O tal vez es mejor ponerme firme, con golpe de tacón al saludar? no, mejor le diré eso de ¡A sus órdenes mi Capitán! No quería que me enviasen a pelar patatas o al islote perejil.
Mi compañero no fue de gran ayuda, se limitó a decirme que le saludara normalmente, que no era para tanto. Yo pensaba que ante la duda siempre quedaría bien una reverencia o un besamanos. En ese momento, la chica que había tras el mostrador nos avisaba de la llegada del Capitán. Decidido, le llamaría Vuesa Merced.
Ante nosotros se presentó el Capitán Miró, un hombre alto y delgado, de ojos claros. Ni bigote enroscado, ni medallas al valor, ni sables ni fusiles, tan solo una amplia sonrisa y una cálida mano que estrechó las nuestras. Empecé a respirar con normalidad y mi corazón comenzó a latir de nuevo. Nadie me envió a las mazmorras ni a galeras a remar.
Con el conocimiento que otorga toda una vida dedicada al ejército, y la pasión que uno siente por lo que hace, el Capitán nos enseñó con calma y todo tipo de detalles, sala por sala del museo; escucharle era contagiarse de esa pasión con la que nos hablaba y mostraba cada una de las piezas allí expuestas, de la historia de cada una de ellas, del ayer y el hoy del ejército.
Al igual que existe el blanco porque existe el negro, que sabemos cómo sabe lo dulce porque hemos probado lo salado, que de existir el cielo siempre sería porque habría un infierno…existe la paz porque sabemos lo que es la guerra, y viceversa. Tener un cuchillo en un cajón de la cocina no implica tener que usarlo constantemente para todo, lo que llegaría a resultar peligroso; al igual, contar con un ejército no implica estar en estado de guerra perpetua, pero ambos, cuchillo y ejército, deben estar preparados y bien afilados, por si es necesario utilizarlos convenientemente, para nuestro provecho y con la mayor seguridad posible. No nos arranca un dedo un cuchillo afilado, sino uno oxidado y desdentado.
El Capitán, tras un buen rato acompañándonos sala por sala, decidió dejarnos solos para seguir a nuestro aire, sin prisa y haciendo las pausas que creyésemos necesarias; me sentía como el soldado que tras haber seguido instrucción, debía demostrar de lo que era capaz en el campo de batalla…o de maniobras. Santiago cargó la cámara al hombro, yo colgué en el cincho mi cuaderno.
Alea jacta est.
Cuando el Capitán se despedía de nosotros, con la misma calidez en sus manos que al recibirnos, vi entrar al personajillo curioso que nos siguió hasta Santiago de los Caballeros. No pagó su entrada, no parecía tener respeto alguno por las piezas que había expuestas en la planta baja, como si buscase algo, se mostraba nervioso y preocupado. Estuve tentada de comentarle algo al respecto de semejante tipejo al Capitán, pero algo me decía que los chivatos no serían bien vistos en el ejército, y a pesar de su ausencia de bigote negro y rizado en las puntas, no quería tentar mi suerte. Y había algo más. Ese personajillo atraía enormemente mi curiosidad, y quería saber que se traía entre manos.
Nada más entrar, se quedó fijo junto a la barandilla que separaba el edificio actual, de las ruinas romanas y árabes que convivían armoniosa y artísticamente en la planta baja. Se echó las manos a la cabeza y se frotó los ojos varias veces, como intentando despertar de un sueño, incluso creí oírle maldecir, más por su tono que por sus palabras, las cuales no entendí en absoluto. Me miró a los ojos y una mezcla de escalofrío y cierta pena me recorrió la espalda, fue como ver a un fiero perro de presa, mirar con añoranza su juguete de cachorro. Y seguí tras él cuando entró a toda prisa en la sala de Los Ejércitos antes del Ejército.
Santiago continuó haciendo fotografías y yo me quedé momentáneamente embobada ante la reproducción a tamaño natural, de un soldado islámico a caballo, arco con flechas en mano. Como un niño que ve por primera vez a un caballero de los que salen en las películas, absorta, muda, ojiplática y boquiabierta, miraba al soldado y su caballo de cascos embarrados, cuando un grito sordo, ahogado, reprimido, llegó a mis oídos. Tras el soldado a caballo, vi a nuestro curioso personajillo apoyado sobre el cristal donde se encontraban unas curiosas espadas, me acerqué a él despacio, sin querer molestar pero muerta de curiosidad por lo que había hecho gemir al extraño tipejo.
Golpeaba el cristal más con rabia y frustración que con saña, más que un acto violento parecía una pataleta infantil, incluso entre tanta maldición pareció que una lágrima resbalaba por su rostro.
−Esto no os pertenece –me dijo claramente al verme acercarme− no podéis quedaros con lo que no es vuestro. ¿Dónde habéis puesto el resto? lo encontraré. Sé que lo encontraré.
Supe que no serviría de nada explicarle que yo no tenía nada que ver con aquella exposición, que al igual que él, también era una mera espectadora. Y aquel hombrecillo me dio mucha pena; le invité a visitar con nosotros la exposición, tal vez así, daríamos con eso que tanto ansiaba encontrar. Le costaba tanto separarse de la Jinetera de Alí Atar, como a mí quitar los ojos del soldado musulmán y su impresionante caballo, pero al final, el hombrecillo nos siguió de cerca mirando desafiante y desconfiado a Santiago y su cámara de fotos.
“…Pronto llegó a oídos de su padre aquella actitud, muy criticada por los nobles árabes, y muy enojado, intentando demostrar la inocencia de su hija, pidió ser avisado la próxima vez que ésta visitara las mazmorras. Un día en el que Casilda se acercaba a los sótanos del alcázar ocultando alimentos en el delantal, su padre le salió al paso y le preguntó qué hacía allí y qué escondía en el delantal…”
Nuestro amigo, que dijo llamarse Abu (entre otros tantos nombres que me fui imposible recordar) nos seguía atento , mirando asombrado todo lo que nos rodeaba, mientras no dejaba de buscar con la mirada aquello que tanto y tanto deseaba encontrar ¿Pero que podía buscar una persona en un museo del Ejército, que creyera que le pertenecía?
Decidimos empezar nuestra visita de arriba a abajo, como si estuviéramos realizando un viaje en el tiempo; una regresión gradual siglo a siglo, desde nuestros días hasta cuando el ejército ni siquiera era aún ejército. Si Abu buscaba algo que tal vez hubiera pertenecido a su familia, tal vez lo encontráramos más próximo a nuestros días. Vete a saber lo que pasaba por la cabeza de ese hombrecillo, si es que en verdad había algo allí que era suyo, o se trataba tan solo del delirio de un trastornado.
Mal empezábamos nuestra regresión en el tiempo, cuando Abu no se cansaba de decirnos una y otra vez que no reconocía al hombre de uniforme que había en un cuadro presidiendo la sala.
−Es su majestad el Rey de España –dije muy seria− más joven pero es Él, no está tan irreconocible.
−No, no lo es –me contestó Abu− no se parece en nada al que yo conocí. Y aún así mi familia nunca le rindió pleitesía como tal, su Dinastía nunca fue reconocida por ninguno de los nuestros. Solo hay una Dinastía verdadera, y sin duda no es esta.
Y siguió su camino obviando todas y cada una de las explicaciones que mi compañero y yo le dábamos al respecto, habíamos topado con un Carlista, un Austria o incluso un Republicano. Así que dejamos las explicaciones y nosotros también continuamos nuestra visita, deleitándonos sala tras sala con todo lo que veíamos, y en mi caso, descubría por primera vez: armas que creía que tan solo existían en las películas, viejos carteles de guerra del siglo XX, uniformes de gala de Alfonso XIII, los uniformes militares de Su Majestad el Rey y el Príncipe de Asturias, uniformes Republicanos y Nacionales (nunca había visto ninguno de ellos de cerca), la máquina Enigma de la segunda guerra mundial, máscaras de gas, el Banderín del Batallón Palafox, Cruces al valor, incluso el micrófono de Queipo del Llano…mirásemos por donde mirásemos estábamos rodeados de reliquias militares de otros tiempos, de todos los tiempos, y me sentí realmente transportada a un pasado demasiado cercano todavía a nosotros, aún con los ochenta años ya transcurridos desde aquella vergonzosa contienda.
−El hombre no necesita enemigos que vengan de fuera para matarse unos a otros, al hombre le basta un hermano para matarse entre ellos, en vuestro Gran Libro se recoge la historia de Caín y Abel –me dijo Abu cuando le expliqué a que guerra pertenecía aquella sala− habla por sí sola.
Y esa era una gran verdad que producía escalofríos por la espalda. Aún así, continuamos buscando nuestra propia historia nosotros, y no se sabía qué era lo que buscaba Abu. Le hablé de la Reina María Cristina y de la estatua ecuestre de Alfonso XIII, y él insistía que no conocía a ninguno de ellos y que tampoco tenía ningún interés; ignoraba nuestro amigo quien era Canalejas, y seguía sin demostrar interés alguno por ninguno de estos personajes. Tan solo se paró un segundo a mirar el retrato de Isabel II, pero solo dijo ¡No es ella, esta no es Isabel! Algo más le llamó la atención la Berlina del General Prim, aún con las marcas del atentado en su carrocería ¡Quien no es Rey, no debería viajar bajo cubierto! –dijo alto y claro, y siguió adelante.
No le interesó el estuche con las pistolas de duelo del Duque de Montpensier, ni ningún otro arma de fuego, Abu gruñía y se impacientaba cada vez más, empezó a dejar mostrar un carácter rudo y enérgico, tanto que por un segundo mi compañero y yo estuvimos a punto de seguir solos nuestra visita, pues el pequeño hombre empezaba a ser realmente molesto.
Entonces su mirada se detuvo en el Sable del General O´Donell, sus manos palpaban como locas la vitrina donde se encontraban, y sus ojos brillaron de manera intensa por unos segundos, por primera vez en toda la visita juntos, vi a Abu realmente emocionado, y me conmovió ¡Hemos de encontrarlo, ha de estar aquí! –dijo. Y de nuevo parecía estar extasiado cuando sus ojos primeros y sus pies después, llegaron hasta la Jaima de Muley Abbas.
−Cerca, estamos muy cerca ¡sigamos amigos, sigamos! –gritó alborozado.
“…la muchacha al principio se asustó mucho, pero enseguida recuperó la serenidad y contestó que sólo eran flores para alegrar un poco aquellas estancias. El padre le exigió que abriera entonces el delantal y así lo hizo Casilda, apareciendo un gran ramo de rojas en su regazo…”
Pero yo cada vez estaba más segura de que habíamos dado con un loco. Una vez más en nuestro viaje por tierras manchegas, habíamos encontrado no solo a un personaje curioso, sino a un ser realmente extraño. Pero ya llegados hasta allí, poco perdíamos con seguir junto a él. De todas formas, estábamos en un lugar rodeado de soldados ¿Qué podría pasarnos? estábamos seguros, sobre todo ahora que el Capitán y yo éramos prácticamente amigos íntimos. Bueno, no me había mandado a galeras, así que…
Mientras yo miraba y admiraba las pistolas de Espartero, o el uniforme de Húsar de Diego de León, el impresionante Mosquete apoyado en su carro que presidía el centro de una de las salas de la planta seis, Abu se volvía a quedar maravillado junto al Sable de Murat ¡Ya queda menos, ya queda menos! –nos decía.
Yo le hablaba de los fusilamientos del 2 de Mayo y él nos contaba el gran pesar del 2 de Enero. No le entendíamos y él no nos comprendía. Yo nombraba al Regimiento de Dragones y Abu hablaba de Leva urbana, de Bereberes y Zenetas. Le señalaba el Nuevo Mundo y él se señalaba el pecho hablándome de un Reino que fue y ya no era. Cuanto más me emocionaba yo ante cañones como El Rayo, más se ilusionaba Abu hablando de Arcabuces. Aquello era un diálogo de besugos.
Tensa en verdad se puso la cosa con nuestro curioso personaje, cuando llegamos hasta la sala de armaduras, pues mientras mi compañero y yo nos dejábamos seducir por un maravilloso y grandioso Pasavolante, un impresionante cañón, Abu pedía sus armas a gritos en la otra punta de la planta. Llegamos corriendo hasta él, temiendo que todos los guardias de seguridad ya se le hubieran echado encima, sin embargo nadie más pareció oír sus alaridos, gracias a Dios.
Frente a un imponente caballo con armadura, sobre el cual lucía igual de impresionante el Caballero también armado, Abu pedía su arma e instaba al estático caballero y su alzado caballo a deponer las armas y rendirse; mucho nos costó convencer a nuestro alterado amigo, que no se trataba más que de una reproducción de un caballero armado y su caballo, preparados eternamente para una guerra que ya pasó hacía siglos. Momentos tensos fueron aquellos, sin duda alguna, el pequeño Abu, estaba rematadamente mal de la cabeza. Debíamos sacarlo lo antes posible de allí e intentar acabar nuestro trabajo sin más sobresaltos ni locuras.
Y calmado parecía definitivamente, cuando estalló de nuevo la locura. Blasfemando y golpeando el busto de Bronce del Gran Capitán, Abu hablaba de traición, de injusticia, de robo,
de usurpación, de sangre derramada y espadas desenvainadas, de capitulaciones y de lágrimas. Hablaba de las Alpujarras y de Granada con un sentir tan hondo como ensoñador, repetía el nombre de Al-Andalus como el que repite una letanía, y cayó al suelo envuelto en llanto. El hombrecillo parecía tan derrotado en ese momento, tan indefenso, tan herido…mi compañero y yo nos miramos a los ojos, miramos los suyos, y algo dentro nuestro se encendió como mecha de cañón.
− Un hombre no debería serlo menos por derramar unas lágrimas al perder lo que más ama –dijo suavemente –no hacerlo sería ofender al objeto amado.
Sabíamos Santiago y yo que aquello era una locura, pero tras este viaje nuestro por fantásticas tierras manchegas, en verdad, ya no nos sorprendía nada. Entre ambos levantamos a Abu del suelo, con cariño y delicadeza. Yo misma, agarrada a su brazo, para sujetarlo a él de caer y asegurarme yo de no estaba soñando, le acompañé hasta una sala de aquella misma planta sexta. El corazón me latía apresuradamente, Santiago nos miraba a través del objetivo de su cámara con los dedos temblorosos, Abu miraba al suelo como el que mira un hoyo que él mismo hubiera cavado. Y entonces su rostro cambió, como lo hizo el nuestro.
Frente a nosotros, en una vitrina, se exponían hermosas y legendarias, la Jineta con su vaina y el Estoque con la suya, armas de Boabdil Chico, último Rey nazarí de Granada. Y este, nuestro pequeño gran amigo, lloró de nuevo pegando su rostro a las vitrinas ¡Sabía que estaban aquí, lo sabía! –decía−lo sabía. Y girando sobre sí mismo, vio entonces su Marlota roja de seda, hilo y terciopelo; pasó la mano sobre el cristal que la separaba de sus botas y zapatos de piel. La ropa que Abu Abd Allah Muhammad, Boabdil el Chico, llevó en la Batalla de Lucena.
Parecía la ropa de un joven, un niño prácticamente. Se veía tan chica y tan imponente al mismo tiempo. Y Abu, Boabdil, nos miró y nos dio las gracias. Desapareció ante nuestros ojos de la misma manera que apareció, como una sombra fundiéndose con el aire toledano, más parecido a un suspiro que a un espectro, un fantasma.
Abu se encontró al fin consigo mismo, con su pasado y su eternidad. Ahora descansando al fin. Rey Nazarí en tierra cristiana hoy, musulmana y judía también entonces. Un Reino que fue grande, y lo fue por que durante siglos convivieron en él tres culturas, tres razones, tres memorias, tres corazones. Cuando la fuerza se impuso, y alguien se creyó poseedor de la verdad absoluta y la única religión verdadera, el Reino se hizo añicos, los pilares de la convivencia, se tornaron escombros. Y ya nada sería nunca de nuevo lo que fue. Pero seguimos siendo.
Santiago y yo abandonábamos ya el Museo y el Alcázar, con Abu en nuestra mente todavía, cuando pasamos por una habitación medio derruida, el suelo estaba levantado, el techo caído, y si uno respiraba profundamente, olía a humo y sangre. Un escritorio de roble presidía la habitación, junto a él, dos teléfonos negros, en la pared de atrás, restos de metralla y cuatro fotografías de un Alcázar irreconocible, destruido, hecho escombros. En la habitación, flotando en el aire, o tal vez lo lleváramos los allí presenten en el alma, dolor, mucho dolor. Una llamada que cambiaba una vida por otras muchas, palabras de unos y otros que en momentos de sinrazón pierden todo su sentido. Ni buenos ni malos, todos irracionales. Todos.
“La guerra Civil, la guerra entre hijos de un mismo país, del mismo pueblo, de la misma madre patria ¡Dios mío! la guerra es siempre tremenda e inhumana: el hombre busca al hombre para matarlo…¿Y qué decir cuando la guerra es entre hermanos? “
Al igual que el Reino de Granada acabó hecho escombros en nombre de la verdad absoluta, hecho escombros no solo quedó el Alcázar, sino todo el país. Caín y Abel plantaron una semilla, difícil de erradicar…pero con o sin armas, no es imposible de destruir.
Tan solo deberíamos comprender de una vez, que no todo es blanco ni negro, ni hay una sola Fe ni una Única verdad. El único reino que nunca deberíamos perder, es el de la RAZÓN y la PROPIA HUMANIDAD.
Aunque hayan sido demasiadas veces ya, las que solo un buen ataque, sea nuestra mejor defensa.
“…El percance no pasó de ahí, pero la muchacha, muy impresionada por aquel hecho portentoso, empezó a pensar en la conversión al cristianismo, pero al poco tiempo comenzó a sufrir unas fuertes hemorragias que la iban deteriorando. Los médicos de la corte no sabían descubrir un remedio a sus dolores y como último recurso para salvar su vida, se le aconsejó que acudiera tratarse con las aguas del lago de S. Vicente, cerca de la villa de Briviesca, en pleno reino de Castilla. Naturalmente, el rey musulmán no veía con agrado enviar a su hija a tierras cristianas, pero ante el ultimátum de los médicos, dio su permiso a Casilda para que emprendiera el viaje. En su destino fue bien recibida por los cristianos y al poco tiempo los baños surtieron efecto y la muchacha se curó.
Recuperada, Casilda decidió no volver a Toledo y quedarse en aquellas tierras dedicada por completo a la oración. Y dicen que en esos lugares levantó una ermita con sus propias manos, donde fue enterrada, después de morir a una edad avanzada.”
(Santa Casilda y la Leyenda del Alcázar de Toledo)
MUSEO DEL EJERCITO
C/ Unión, s/n
45001 Toledo
Tel. 925-238800
Fax 925-238915
Abierto todo el año (excepto los Miércoles) de 11.00h a 17.00h.
http://www.museo.ejercito.es/
http://www.museo.ejercito.es/
FOTOGRAFÍAS: Santiago Navascués Ladrón.
TEXTO: Yolanda T. Villar.
buenos dias:
ResponderEliminarcontemplo con estupor, como pone ud copy particular de unas fotografias de unos fondos de propiedad estatal que ya estan protegidas, creo que incumple ud la ley al adjudicarse unos derechos que no le corresponden.
Buenas noches, Anónimo (estaría bien que usted se identificase mínimamente para poder dirigirme a usted con el tratamiento que merezca de manera conveniente).
EliminarDebo indicarle que confunde usted los términos por completo: una cosa es la propiedad de los fondos en sí mismos, y otra bien distinta la propiedad de las imágenes que aquí aparecen (de nuestra propiedad), obtenidas de manera lícita tras obtener todos los permisos de los gestores del Museo, que no son otros que el propio Ejército Español.
Es por ello que el estupor se hace dueño de nosotros cuando leemos, con no cierta sorpresa, un comentario tan alejado de la realidad como el suyo, que atribuimos a la lógica falta de conocimiento por su parte de los pormenores de la toma de las imágenes a las que se refiere.
Esperamos que la aclaración anterior le sirva para calmar su desazón, y aprovechamos para enviarle un cordial saludo.