Si alguna vez tuviese que andar liado en alguna guerra cruenta, tanto que diez años durase, creo que lo único en lo que iba a tener entretenida mi cabeza en los entretiempos y en las largas noches de insomnio, provocadas por los fantasmas de los muertos que se aparecen en los sueños para terminar el trabajo que dejaron inconcluso en el campo de batalla, iba a ser en cómo regresaría a mi hogar y de qué manera lo haría. Lo que a buen seguro no me llegaría a imaginar es que, una vez terminada la guerra, mi destino me guardaría como compensa al esfuerzo y a la entrega otros diez años de vagar por el mundo conocido hasta alcanzar las costas de las tierras que me vieron nacer. Creo que entonces llegaría a pensar que el destino, los hados o los dioses, o quién quiera que sea el que rige el futuro de los hombres, me la tiene jurada o permanece demasiado ocioso y alivia su hastío manejando mis hilos.
Enfrentarse a La Odisea de Homero no es labor fácil. Es una de esas obras que los profesores de Lengua y Literatura obligaban a leer a los chavales en la EGB. Quizá por aquellas arbitrarias decisiones, fruto de un apetito personal y no de una meditada decisión como docentes, muchos de aquellos estudiantes dieron la espalda a la lectura. Hoy, sin embargo, se lee la saga de "Harry Potter"... Si pasar de lo uno a lo otro ha necesitado de unos treinta años, quizá en 2.030, se lea la obra completa de Delibes o Ana María Matute. Seguramente existe un término medio mucho más interesante. El sueño no tiene costo...
Si la lectura de La Odisea, decía, es tarea compleja por su composición poética o la efervescencia de sus variados personajes, no debe serlo menos la empresa de llevarla sobre las tablas de un teatro. Aglutinar en menos de dos horas los veinticuatro cantos (que podrían considerarse los actuales capítulos) de los que consta la obra requiere de un vasto y profundo conocimiento de la cosmogonía clásica, de la mitología griega y de los fundamentos filosóficos de los primeros pensadores que alumbraron la knosis de la cultura occidental.
Soy de los que piensan que los grandes textos clásicos, en sí mismos, están dotados de un cuerpo potente, bien definido, capaz de encerrar los grandes temas que apasionan al hombre. Sin embargo, para darles vida en escena, es necesario dotarlos de un alma a la altura, y es ahí donde reside el secreto del éxito o el motivo del fracaso. Por suerte para el espectador, acudir a la puesta en escena de La Odisea por parte de El Brujo, es apostar a caballo ganador.
Rafael Álvarez es, hoy por hoy, el último gran Bululú de la escena, el Aeda de la época griega, el narrador omnisciente que vive dentro de cada personaje, que conoce de sus sentimientos y anhelos, de sus desvelos e inquietudes. Es Ulises y es la ninfa Calipso; es la diosa Atenea y es Alcinoo, rey de los feacios; es la paciente esposa Penélope y es Polifemo, el ciclópeo pastor de ovejas. Y a todos ellos les da vida otorgándoles una personalidad y una condición propia gracias a la demostración invisible de una técnica depuradísima, sirviéndose de la voz de su cuerpo, pues todo él es expresividad y gesto estudiado; y de la voz de su voz, modulada a conciencia: tenue y febril unas veces, colérica e histriónica otras, siempre sujeta a una intención, a un motivo que le da un lugar en el mundo.
Con acierto, El Brujo centra su espectáculo en los pasajes más conocidos del texto clásico (la guerra de Troya, el encuentro con el cíclope Polifemo, la búsqueda del padre de Telémaco, hijo de Ulises; el regreso a Ítaca, la prueba del arco para demostrar que es él el marido que creyeron muerto...), pero realiza paradas en aquellos que, si bien no son tan familiares para los profanos en el poema épico, el actor considera que hay que rescatarlos y ofrecerlos como brisa fresca, pues despiertan la conciencia y la razón, y hacen reflexionar sobre las grandes cuestiones que persiguen al hombre. Pero es que, además, El Brujo es capaz, introduciéndose por los resquicios abiertos que deja el guión de la obra, de abrir una puerta en mitad del espectáculo y atravesarla con osadía para ofrecer paralelismos entre las situaciones narradas por los clásicos y la más rabiosa actualidad, dejando claro que 2.000 años de historia no han servido al hombre absolutamente para nada, pues sigue soprendiéndose al encontrar las mismas piedras del camino, ya sea el nacionalismo (decía aquí que el nacionalismo es como querer encontrar en una habitación oscura a un gato negro) o la corrupción del poder. Y de nuevo, del mismo modo que abandonó el discurso del espectáculo, regresa a él con la misma soltura, dejando en el espectador el regusto que dejan los prestidigitadores con sus trucos de magia, cuestionándose si ese abandono forma parte de lo programado, o es un recurso del actor para salir de algún apuro de escena, como puede ser olvidarse del texto.
Se trata, ante todo, de una obra dinámica, sin tiempo para que el espectador se relaje. La escenografía es, comparándola con otras propuestas anteriores de Rafael, incluso barroca, pues se sirve de un gran velamen, el de la nave en la que Ulises viaja hacia su Ítaca, como horizonte; de varias conchas que parecen aguardar la llegada de Venus, colocadas frente al espectador; del mar, un mar de arena azul que todo lo envuelve, como durante diez años envuelve al héroe de Ítaca en la tenebrosa soledad. Se acompaña, y esto es novedad, de dos músicos, un percusionista y un pianista, para introducir o ambientar diferentes secuencias que propone el texto, enfatizando o relajando la escena y sus acontecimientos.
El Brujo sigue siendo de esos pocos hombres libres que hacen lo que le pide el cuerpo, y que encima tienen la suerte de ser recompensado con el favor y el respeto de un público fiel (en este caso el de Logroño, capital de La Rioja) que acude a sus funciones con ilusión, con el deseo de dejarse sorprender y de reencontrarse con la vieja escuela del teatro, la que aboga por el actor total, el actor que asume todos los riesgos para alcanzar todas las glorias. Como los héroes griegos, como Ulises.
Ya no quedan, Don Rafael, ya no quedan...
Rafael Álvarez es, hoy por hoy, el último gran Bululú de la escena, el Aeda de la época griega, el narrador omnisciente que vive dentro de cada personaje, que conoce de sus sentimientos y anhelos, de sus desvelos e inquietudes. Es Ulises y es la ninfa Calipso; es la diosa Atenea y es Alcinoo, rey de los feacios; es la paciente esposa Penélope y es Polifemo, el ciclópeo pastor de ovejas. Y a todos ellos les da vida otorgándoles una personalidad y una condición propia gracias a la demostración invisible de una técnica depuradísima, sirviéndose de la voz de su cuerpo, pues todo él es expresividad y gesto estudiado; y de la voz de su voz, modulada a conciencia: tenue y febril unas veces, colérica e histriónica otras, siempre sujeta a una intención, a un motivo que le da un lugar en el mundo.
Con acierto, El Brujo centra su espectáculo en los pasajes más conocidos del texto clásico (la guerra de Troya, el encuentro con el cíclope Polifemo, la búsqueda del padre de Telémaco, hijo de Ulises; el regreso a Ítaca, la prueba del arco para demostrar que es él el marido que creyeron muerto...), pero realiza paradas en aquellos que, si bien no son tan familiares para los profanos en el poema épico, el actor considera que hay que rescatarlos y ofrecerlos como brisa fresca, pues despiertan la conciencia y la razón, y hacen reflexionar sobre las grandes cuestiones que persiguen al hombre. Pero es que, además, El Brujo es capaz, introduciéndose por los resquicios abiertos que deja el guión de la obra, de abrir una puerta en mitad del espectáculo y atravesarla con osadía para ofrecer paralelismos entre las situaciones narradas por los clásicos y la más rabiosa actualidad, dejando claro que 2.000 años de historia no han servido al hombre absolutamente para nada, pues sigue soprendiéndose al encontrar las mismas piedras del camino, ya sea el nacionalismo (decía aquí que el nacionalismo es como querer encontrar en una habitación oscura a un gato negro) o la corrupción del poder. Y de nuevo, del mismo modo que abandonó el discurso del espectáculo, regresa a él con la misma soltura, dejando en el espectador el regusto que dejan los prestidigitadores con sus trucos de magia, cuestionándose si ese abandono forma parte de lo programado, o es un recurso del actor para salir de algún apuro de escena, como puede ser olvidarse del texto.
Se trata, ante todo, de una obra dinámica, sin tiempo para que el espectador se relaje. La escenografía es, comparándola con otras propuestas anteriores de Rafael, incluso barroca, pues se sirve de un gran velamen, el de la nave en la que Ulises viaja hacia su Ítaca, como horizonte; de varias conchas que parecen aguardar la llegada de Venus, colocadas frente al espectador; del mar, un mar de arena azul que todo lo envuelve, como durante diez años envuelve al héroe de Ítaca en la tenebrosa soledad. Se acompaña, y esto es novedad, de dos músicos, un percusionista y un pianista, para introducir o ambientar diferentes secuencias que propone el texto, enfatizando o relajando la escena y sus acontecimientos.
El Brujo sigue siendo de esos pocos hombres libres que hacen lo que le pide el cuerpo, y que encima tienen la suerte de ser recompensado con el favor y el respeto de un público fiel (en este caso el de Logroño, capital de La Rioja) que acude a sus funciones con ilusión, con el deseo de dejarse sorprender y de reencontrarse con la vieja escuela del teatro, la que aboga por el actor total, el actor que asume todos los riesgos para alcanzar todas las glorias. Como los héroes griegos, como Ulises.
Ya no quedan, Don Rafael, ya no quedan...
La Odisea
Homero
Dirección y Aeda
Rafaél Álvarez El Brujo
www.facebook.com/producciones.elbrujo
UNA RESEÑA DE
Santiago Navascués
Santiago Navascués
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