Quien acuda a ver a “Aída” en esta obra, quedará profundamente defraudado con el director del espectáculo. ¿Qué por qué? Porque Miguel del Arco, el artífice del asunto, le regala a Carmen Machi un personaje inolvidable, una mujer exquisita, una madre arrepentida, una dama deslenguada, una amante total. Y Carmen Machi, en agradecimiento, brinda al público una interpretación soberbia y enérgica, cargada de matices claros y oscuros como fue la vida del personaje que representa; una interpretación que, a buen seguro, ocupará un espacio muy importante en la carrera de esta actriz madrileña.
Helena de Esparta (más tarde de Troya) se presenta con el cabello largo, rubio y ligeramente ondulado, y vestida con un vestido rojo. Es la hija de Zeus y Leda, nacida de un huevo porque su poderoso padre se transformó en cisne para yacer con su madre, y propone que el público y su padre, al que siempre se dirige mirando a las alturas, escuchen sus palabras. Necesita sacar lo que lleva callando desde hace siglos, necesita expulsar los demonios que la atenazan y que la han confinado a una inmortalidad infeliz y cargada de lamentos. Llegado el fin de su exposición, admite ser juzgada para que le sea reafirmado el castigo de la vergüenza pública al que se le sometió o se le absuelva definitivamente, devolviéndole la dignidad que le arrebataron.
La mujer más bella de Grecia malvive en una endiablada inmortalidad que la condena a recordar y reencontrarse eternamente con sus recuerdos. Y en ocasiones, se presentan tan intensos y destructivos, que únicamente en el alcohol encontrará la espartana trinchera.
Bebe por asco recordando que fue raptada por Teseo y posteriormente recuperada por sus hermanos Cástor y Polux. Helena muestra entonces cómo se sintió un objeto que fue llevado de aquí para allá a capricho de otros. Desprecia su belleza porque la entiende como la causa de los males vividos aquellos años. Los hombres no la quieren por lo que es sino por lo que representa: la mujer más hermosa de Grecia, y es por ello que se convierte en un codiciado trofeo al que héroes y reyes quieren acceder a toda costa y en todo momento. El deseo de poseerla se apaga cuando la consiguen, como el de un niño después de jugar con el juguete anhelado, y únicamente regresan a ella para satisfacer las apetencias de la carne.
Bebe por impotencia al evocar su fracaso como madre de Ifigenia y Hermíone, sobre todo de la primera, al tener que dejarla en manos de Agamenón y Clitemnestra porque era una niña cuando fue concebida. Ni por edad ni por preparación, y sobre todo porque tuvo que casarse con Menelao, fue capaz de ejercer de madre. La voz se le quiebra, vacía la copa en su garganta, las piernas le tiemblan.
Bebe de pena, la que siente por aquel amor truncado que le cambió el nombre, el único y verdadero amor que le arrebató y le hizo sentir viva: el que gozó al lado de Paris de Troya. Los años que pasó en la ciudad de Príamo tras ser raptada por el apuesto hijo del rey troyano fueron los más felices de su vida, pero al mismo tiempo desencadenaron una guerra fraticida y cruel
que culminó con la muerte de Paris y la caída de Troya.
Carmen Machi está inmensa y despliega sobre el escenario tal caudal interpretativo que durante la obra parece mutar en una verdadera diosa. Devora el escenario como Saturno a sus hijos, y culmina en un final arrollador que pone música al discurso del alma de Helena: “Gira el mundo sin ti, pero gira sin rumbo. De qué sirve vivir sin buscar el amor”.
Busquemos.
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