El título de la obra obedece al nombre que recibían los comediantes que, viajando solos de pueblo en pueblo, representaban textos clásicos para entretener a las gentes que tenían a bien escucharles. Es por ello que este particular bululú del siglo XXI embrujó durante dos horas a los asistentes con un espectáculo que hizo del ingenio de Miguel de Cervantes o de Quevedo, entre otros, acero con la que combatir “esta época actual caracterizada por un deterioro moral muy serio”.
El genial cordobés, al más puro estilo de Pirandello, hizo teatro sobre el teatro. Apareció en escena vestido con un chaqué negro sobre una camisa de hilo de lino blanco, al igual que los pantalones, y de esa guisa se presentó ante el auditorio improvisando, a modo de introducción, un agradecimiento al propio público por serle fiel durante los diez años que lleva acudiendo al festival, más aún teniendo en cuenta las dificultades que presenta la crisis tanto a público como a organización de eventos de esta índole.
Y así, sin que en momento alguno se apreciase cuándo acababa el tiempo dedicado a las gratitudes y se daba inicio a la obra en sí, introdujo varios pasajes de obras anteriores que causaron el asombro en los que asistían como neófitos, y trajeron gratos recuerdos a los que habían gozado de ellos en otras ocasiones, haciéndoles disfrutar como la vez primera.
Su humor inteligente; su crítica, siempre irónica y garbosa; y su capacidad para incorporar de manera improvisada cuestiones de inmediata actualidad aprovechando los resquicios que el texto le concede, le permitieron magnetizar al público de tal modo que el actor fue despedido entre vítores y aplausos de una asistencia entregada y puesta en pie.
Rafael Álvarez, El Brujo, es el Teatro. O lo que es lo mismo: nace de él, se imbuye en él, lo respira, lo exhala, es parte de su cuerpo y de su mente, es su propia alma la que da cobijo a la esencia del teatro eterno para proyectarlo hacia el espectador con una clarividencia y una maestría que sólo un grande de los escenarios puede atesorar.
El Brujo domina el teatro de los gestos, que de tan estudiados, poseen la elegancia de la naturalidad; es también dueño del teatro de la voz, y la modula a conveniencia para imprimirle al texto que desarrolla el carácter que en cada momento merece para capturar, sin remisión, la atención del espectador; es además guardián del teatro de los silencios, esos instantes calculados en el que el actor permite al espectador recapacitar acerca de lo dicho, pues son sus trabajos espoletas del intelecto y nunca simple entretenimiento.
“Conserven el festival, es muy importante. La cultura nos salva. No a corto plazo, sino ¡ya!”, pronunció con una voz cálida y responsable, dispuesta a alcanzar las conciencias.
Y El Brujo nos liberó de su embrujo. Y desapareció del escenario. Pero su magia aún sigue dentro de los que le vieron. A buen seguro, ahora, muchos de ellos loarán su inspiración, su arte y su talento.
TEXTO E IMÁGENES: Santiago Navascués
©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
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