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jueves, 13 de septiembre de 2018

A LA LUZ DEL VINO, de Carlos Ollo Razquín

Tengo la fortuna de vivir en la tierra con nombre de vino, y eso, más pronto que tarde, te hace descubrir un mundo, el del vino, al que llegas a amar enteramente.
La experiencia de conocer el funcionamiento de una bodega es apasionante. Sobre todo cuando el verano llega a su fin, allá por el mes de septiembre, y el grano de las cepas anuncia que su maduración está plena. La mayor parte se recoge con cosechadoras mecanizadas, pero todavía hay algunas zonas en las que hombres y mujeres recorren las interminables filas que dibuja en el campo el propietario al plantar la viña. Cosechan el fruto arracimado con sus manos desnudas para llevarlo hasta hasta los remolques, y de allí serán transportadas hasta la bodega.
Recuerdo que, en casa de mi abuela, mi padre guardaba una barrica enorme de roble francés, en la que guardaba los mostos de cada año en una cuadra antigua, donde una vez pastaron los caballos que sacaron adelante a una familia de seis hijos. Íbamos allí casi a diario. Yo me quedaba jugando entre los aperos de labranza, y de vez en cuando me subía a a jugar en un tractor verde marchito enorme que dominaba, como un rey venido a menos, el bajo de la vivienda. Pero antes de marchar, siempre me gustaba abrir la doble puerta que conducía hasta la barrica, tirando de aquellos cerrojos ajados que chirriaban al desplazar el pasador de hierro.
El olor del vino, cuando está fermentándose, es inconfundible. Se trata de un aroma intenso que se adentra a través de tus fosas nasales pero que, muy pronto, inundan todo tu ser. A veces llega incluso a marear, como si portase en su olor los mismos efectos que produce cuando lo saboreas en abundancia. Por eso mi padre siempre lo guardaba allí, en la cuadra, porque tenía un pequeño ventanuco en lo más alto de la pared que daba a la calle, y que servía como vía de escape a esos gases que se originan como fruto de la fermentación.
Una vez mi padre me dijo que conoció a un hombre al que le gustaba mucho el vino. Tanto, que un día, yendo muy borracho una noche, entró en una pequeña bodega excavada en la tierra que tenía en su propia casa. Dicen que jamás se supo por qué no salió de allí a tiempo, pero lo encontraron muerto tendido en el suelo, como si estuviese durmiendo un bonito sueño, con el gesto sereno. Lo mató la fermentación, sus gases letales si se concentran en un sitio sin ventilación. Aquella historia se quedó grabada en mi memoria infantil y nunca, desde entonces, volví a entrar a una bodega sin buscar un punto de fuga al exterior que renovase el aire. Jamás se aclaró si fue un accidente, si un error fruto de su embriaguez, si fue premeditado... Su muerte aún se recuerda para enseñar a los niños las precauciones a tomar cuando el vino se encuentra aletargado; dos semanas cruciales que darán lugar a una bebida inigualable, pero que durante esos días, y manejado de manera inadecuada, puede ser letal.


Hasta el mundo de la viticultura se ha aproximado Carlos Ollo en su última novela: A la luz del vino. El autor pamplonés, al que conocimos con su anterior trabajo (¿Quién con fuego?), también publicada por Erein, se ha sumergido de lleno en el corazón de Otazu, una bodega real enclavada en Etxauri, un pequeño municipio de la Cuenca de Pamplona que posee la primera bodega construída fuera del casco urbano de toda Navarra.
Continuando con la senda que el escritor inició en la novela antes mencionada, los lectores podrán descubrir o reencontrarse con el inspector Fausto Villatuerta y su hija Nerea, agente foral, así como a Javier Erro, subinspector y ex-pareja de Nerea. Por suerte para los que no hayan leído la primera, Carlos Ollo realiza un trabajo independiente respecto a la trama original si nos atenemos a lo puramente investigativo, por lo que se puede leer con la tranquilidad plena de saber que no falta ningún elemento que se constituya como base argumental ausente que impida desentrañar la causa que les lleva a los protagonistas en esta ocasión.
Así, la novela tiene un inicio excelente, vertiginoso, narrado a dos pistas, sucediéndose en pequeñas dosis medidas en apenas unos minutos el hallazgo del cadáver de un enólogo, Tomás Aguerri, en la bodega de la que es responsable de los caldos que en ella se elaboran, y la redada contra una banda de narcotráfico por la otra. El inspector Faus y el subinspector Erro se verán envueltos en una apasionante investigación de una muerte (a priori fruto de un accidente infausto) que les descubrirá un mundo desconocido, el del vino (la pasión que sienten sobre él quienes lo trabajan, el romanticismo de recuperar el legado de un oficio tan antiguo como la propia tierra sobre la que se asientan las cepas, los intereses creados respecto de su producción y su comercialización), pero que, debido a una imprudencia, pondrán en riesgo sus labores y su credibilidad. Por otro lado, Nerea trabajará de manera incansable siguiendo la pista de unos traficantes de drogas que, misteriosamente, pierden en el entorno de la bodega del Señorío de Otazu...
Más adelante, a medida que se va avanzando en la novela, las tramas siguen transcurriendo en paralelo, pero poco a poco el autor nos va dando las pistas necesarias para intuir por dónde van a ir los tiros, para terminar en un final que se resuelve en apenas un suspiro cargado de acción. Es quizá en la parte central de la novela donde se eche más en falta algún giro que descoloque al lector, pues si bien el autor nos ofrece pequeñas pinceladas de lo que vendrá, ninguna de ellas ejerce como trampantojo, esos que tanto nos gustan a los lectores de novela negra.
En lo que se refiere a los personajes protagonistas, volvemos a asistir como espectadores de excepción a sus problemas personales, si bien son una continuidad de los que traen de la novela anterior (es en esta parte en la que más echaremos en falta haber leído la primera entrega, aunque no es imprescindible). Los personajes secundarios seguirán ocupando esa parte importante que sirve como desengrasante para los agentes en su día a día. Además, los nuevos personajes que aparecen para esta novela, como los trabajadores de la bodega (un padre y un hijo colombianos de turbio pasado que buscan una nueva vida sirviendo en el Señorío de Otazu) ponen el foco en en la crítica hacia el modo en el que se desarrolla la inmigración en España, su integración, las oportunidades que se les presentan para emprender una nueva vida...
Con A la luz del vino, Carlos Ollo nos brinda la oportunidad de, además de leer una novela cómoda y sencilla de devorar, poder descubrir a los no iniciados las peculiaridades del mundo de la enología y la viticultura. Ha sabido transmitirlo de una manera muy directa, y con acierto refleja la pasión con la que se hace, de un trabajo, una forma de vida.



¿QUIÉN CON FUEGO?
de Carlos Ollo


ISBN 978-84-9109-273-5
ISBN digital (ePUB): 978-84-9109-275-9

Puedes adquirirlo en papel, aquí

Facebook del Autor: Carlos Ollo

Una reseña de Santiago Navascués 

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