jueves, 3 de enero de 2013

REAL FÁBRICA DE ARMAS DE EUGI (NAVARRA)


 REAL FÁBRICA DE ARMAS DE EUGI


Nunca antes había visitado Eugi. Ni tampoco había conocido a alguien tan singular como el viejo Macario. Lo que a continuación les narro obedece de forma ordenada al conjunto de recuerdos que de mi visita a Eugi albergo en mi memoria. Y en mis retinas. Sobre todo en mis retinas. Aún a riesgo de que me tomen por loco.

Cartel de la bienvenida a los visitantes de la Real Fábrica de Armas de Eugi

Eugi es un pequeño pueblo, podría decirse que un superviviente a las necesidades humanas. Hunde las raíces de su Historia en la frondosidad de sus bosques de hayas, en la cercanía a las minas de hierro que ocultan las entrañas de los montes que lo circundan, y en el vigor y la bravura de las aguas del Arga: sustento de hombres, alivio del agro y colaborador ineludible en la forja del desarrollo de sus gentes durante siglos.
En realidad, no recuerdo cómo ni qué me llevó hasta allí; sólo puedo confesar que mi coche, al atravesar el puerto de Urkiaga, que dista apenas unos kilómetros de la frontera francesa, decidió enrocarse en la carretera, inclinándose con torpeza sobre su costado izquierdo y, al trazar una curva abierta a la derecha, decidió que allí iba a pasar la noche: había pinchado una rueda. En aquellos momentos caía una lluvia no demasiado voraz pero sí lo suficientemente persistente como para depositar mis esperanzas en un frugal descanso que me permitiese cambiar el neumático averiado y continuar mi marcha.

En primer plano, una escoria, restos de desechos tras la fundición del hierro


Así las cosas, permanecí varios minutos con el motor apagado, mirando a mi alrededor a través de los cristales de mi coche, observando cómo las gotas de lluvia caían sobre otras anteriores y el agua se escurría ladera abajo hasta alcanzar algún torrente que a buen seguro iría a desembocar en el Arga. Entre tanto, el frío comenzó a alojarse en el interior del vehículo y decidí encender el motor para conectar la calefacción. Apenas tomó temperatura el habitáculo, observé frente a mí, corriendo sobre el asfalto, una pequeña ardilla de color parduzco que fue a mimetizarse con pequeños y acelerados pasos hacia el espesor de las hojas caídas de las hayas que alfombraban de otoño moribundo el firme del monte. Aquello sucedió en apenas unos segundos. Al menos así lo percibí. Fue ese el tiempo que necesitó una densa niebla para descender de ninguna parte hacia el fondo del valle, arrastrándose a escasos centímetros del humus del suelo como el buen sabueso que sigue el rastro de su presa, con su nariz en vuelo rasante sobre las hebras de hierba y de musgo. La lluvia seguía cayendo, la escasa luz de un sol atrapado bajo el velo de la lluvia se disipó y la noche inundó de oscuridad aquellos recodos del bosque que hasta entonces habían logrado escapar al abrazo de las sombras.

El Arga, siglos después, sigue lamiendo los muros de piedra


De pronto, a lo lejos, haciendo un esfuerzo para salir del sopor en el que había caído, observé una luz que se aproximaba hacia mí. Se trataba de un hombre cuyo herrumbroso andar no le impedía, sin embargo, ascender el desnivel de la cuesta que nos separaba. Vestía de negro, con una amplia capa raída que le cubría todo el cuerpo y que únicamente permitía ver unas botas de piel oscuras, quizá negras, ajustadas con una hebilla de metal. Pude comprobar, cuando ya estaba a escasos metros de mí, que lucía una boina negra ligeramente ladeada hacia el lado izquierdo y rematada con un rabillo en el centro. Le protegía de la lluvia y también del frío.
—¿Piensa quedarse ahí toda la noche?— me espetó nada más golpear el cristal de mi coche con los nudillos de su mano.

Crisol de colores de invierno


Bajé la ventanilla y él dio un paso atrás, sorprendido por el movimiento y el sonido de descenso de la misma. Se trataba de un anciano, probablemente superaba los ochenta años. Lucía un curioso bigote que apenas ofrecía un grosor de tres milímetros desde la comisura del labio superior. Era un bigotín a medio acabar, pero a juzgar por lo cuidado y la mesura empleada en recortar su trazado, podría asegurar que era un bigote deliberadamente diseñado al estilo militar. Sus facciones eran amplias y angulosas, con una prominente y ancha barbilla que le otorgaba a su perfil un aspecto similar al de una luna creciente.
— Creo que he pinchado— acerté a decir tras unos segundos mirándonos fijamente.
— ¿Qué clase de ruedas hacen ahora? Las de toda la vida jamás han pinchado… Antes partían el eje, pero eso de pinchar…— El anciano observaba la rueda acercando el candil que portaba al neumático mientras bisbiseaba para si mismo.
— Pensaba esperar a que escampase para poder cambiarla.

Restos de una pared lateral en la zona industrial


—Le aseguro que no dejará de llover en toda la noche— certificó sin pestañear mirando al cielo—. Si quiere, puede acompañarme a mi casa. Vivo no muy lejos de aquí, pero ahora había salido, como todas las noches, en busca de Olaberrí, la fábrica que anda por ahí arriba, entre los árboles, y que nunca encuentro. Si finalmente no damos con ella, regresaremos a mi casa y dormirá allí, conmigo.
—Está bien— le respondí con cautela—, mi intención no es molestarle, pero a decir verdad no conozco a nadie de estas tierras, vengo de muy lejos y me sería de gran ayuda si usted me acerca al pueblo más próximo.
—Eugi es el más cercano si continúa en la misma dirección que llevaba. Pero ahora, sígame. No quiero perder más tiempo.

Restos de los talleres donde se maleaba el codiciado metal


Caminamos bajo la lluvia alrededor de veinte minutos hasta alcanzar un pueblo que parecía surgido de la nada. Nada más cruzar un puente sobre el Arga, la disposición de los edificios, muchos de ellos de piedra, venía dada por la pendiente del terreno. El señor Arnáiz, pues así se apellidaba el anciano, me contó que siempre había deseado conocer este lugar y que ésta era su primera vez, que había vagado cientos de veces por el bosque pero nunca había conseguido alcanzar la ruta correcta. Era un enclave de fundición de hierro en el que destacaban, por encima de todo lo demás, tanto los silos de carbón como las dos grandes chimeneas de los hornos donde se fundía el codiciado metal. También había herrerías en las que los herreros tallaban y maleaban el hierro hasta darle su apariencia y forma definitiva.


Junto a la actual carretera que conduce a Francia, se recuperó un extraordinario muro


Todo estaba en silencio. Apenas se escuchaba el crepitar de la madera de haya que se consumía en el interior de los hornos, pues éstos debían permanecer siempre encendidos, aún cuando no se trabajase en ellos. Las chimeneas arrojaban a través de sus grandes bocas un hálito de humo gris. En la parte alta, hacia la que nos dirigimos, nos encontramos a un hombre con un brazo en cabestrillo que, en ese momento, era despedido por el dueño de la casa de la que salía. Le saludamos de manera cortés, nos explicó que venía de someterse a una cura rutinaria en casa del galeno; que se llamaba Xabier y que se dirigía a la taberna. Así pues, nos unimos a su caminar y juntos, después de dejar atrás varias casas de madera y lo que parecía ser una pequeña iglesia, nos refugiamos en la taberna en busca de alimento, calor y abrigo para nuestros cuerpos.


Talleres. Aún se puede apreciar la puerta que cruzaba, sobre el río, a las calles adyacentes


La taberna se encontraba a rebosar. No era en recinto muy grande, pero todas las mesas salvo una estaban ocupadas por hombres que bebían, jugaban a los dados y a las cartas, y lanzaban risotadas, embustes y órdagos a la grande. Todos, también Xabier, vestían la misma ropa que usaban para trabajar, por lo que estaba sucia y muy desgastada. Ocupamos la mesa libre y una vez que la mujer del tabernero nos sirvió vino, chorizos, morcillas y un queso potente y picante, Xabier nos indicó que trabajaba como auxiliar de uno de los herreros del lugar, que además era su padre, de la misma forma que todos sus antepasados también habían forjado el hierro en Olaondo y Olazar, antiguas armerías que se remontaban incluso a los tiempos pretéritos en los que Navarra fue un reino independiente.


Años después de ser abandonada, los terrenos de la fábrica sirvieron como plantación maderera. Dicha explotación estuvo a punto de acabar con ella.


El señor Arnáiz y yo escuchábamos con enorme curiosidad su relato. La Real Fábrica de Armas (ese era su nombre oficial) se había edificado en el año 1766 y en la actualidad daba sustento a cinco centenas de hombres y mujeres que laboreaban sin descanso para producir la munición suficiente (pelotas, las llamaban) para las grandes empresas bélicas que, en el continente y allende los océanos, el rey llevaba a cabo para contener y mantener las fronteras del reino y los territorios de ultramar. Así pues, fabricaban en su mayor parte munición para cañones, bombas, granadas, proyectiles y algunos modelos de armas ligeras de hierro.

Restos de uno de los hornos de la fábrica. El hierro alcanzaba temperaturas elevadísimas

Xabier, que según su propio testimonio nació dentro de la herrería de su padre (pues su madre arrojó aguas cuando ésta le llevaba la comida a su marido), nos reveló que el bosque era el lugar perfecto para situar una fábrica de esas características. En primer lugar, porque los hayedos proporcionaban una madera de alta calidad que, convertida en carbón vegetal tras un laborioso proceso, servía para mantener los hornos a pleno rendimiento. Del mismo modo, el subsuelo próximo era rico en minas de hierro, por lo que su traslado hasta Olaberri era relativamente asequible. Y en último lugar, contaban con la fuerza natural de la corriente del río Arga, que a su paso por la fábrica había sido parcialmente modificado su rumbo para que sirviese como impulsor de los enormes fuelles que avivaban los hornos.

Canal de hornos

El método de fabricación apenas había sufrido cambios en los últimos tiempos. En primer lugar, se introducían grandes dosis de carbón en los hornos. Cuando éstos alcanzaban la temperatura indicada, se introducía el metal y se procedía a su fundición. Llegaba el momento en el que el metal se volvía casi líquido y todos los restos e impurezas, llamadas escorias, se retiraban para conseguir un hierro de la máxima pureza posible. Era entonces cuando se retiraba y pasaba a las laboriosas manos de los herreros, que eran los que lo golpeaban de manera incesante hasta que conseguían darle la forma del proyectil solicitado.

Naturaleza y Humanidad se abrazan sobre el discurso del río Arga

Pregunté que cómo era posible que los bosques no quedasen arrasados, puesto que entendía que la cantidad necesaria para crear carbón suficiente para abastecer la producción debía ser altísima. Entonces, me respondió el señor Arnáiz que él sabía perfectamente que los moradores de aquellas tierras le daban al monte lo que le arrebataban y así, del mismo modo que talaban un árbol aquí, plantaban otro en algún lugar apropiado para regenerar así los bosques. Me sorprendió el aplomo en la respuesta del anciano, máxime cuando él mismo me había confesado que nunca había conseguido alcanzar Olaberri, y sin embargo parecía como si conociese este lugar desde siempre. Pensé que se trataba de algún estudioso o algún loco que enloqueció atesorando y leyendo libros antiguos. Un Quijote de la montaña.

Horno de Santa Bárbara

Preguntó a Xabier sobre el proyecto de navegación del Arga para facilitar el aprovisionamiento de materias primas y el hombre, sorprendido porque era un secreto casi desconocido en la fábrica, nos confesó en un tono deliberadamente nimio, que se trataba de un plan que tenían los ingenieros del rey pero que, al parecer, los primeros estudios arrojaban unos costes dificilmente asumibles. Él mismo sostuvo que se decantaba por unir Orbaitzeta (la otra fábrica de armas situada al noroeste) y Olaberri para transportar con mayor eficacia la producción, y continuar la senda para que desembocase en la cercana Irurita, desde donde alcanzaría las costas cántabras descendiendo por el caudal del Bidasoa.

Carboneras. Los huecos alineados indican la ubicación de un techo

Alargamos la velada hasta que el tabernero nos avisó de que ya era tarde y debía cerrar. Xabier nos invitó a pasar la noche en su casa. De buen grado decidí aceptar su invitación, al igual que el señor Arnáiz. Para entonces, el resto de hombres aún bebián y jugaban. Resultaba asombroso imaginar que aquellos trabajadores, al día siguiente, rindiesen de manera habitual como si tal cosa. Tenían un temple especial, un aguante extraordinario y abandonaron la taberna entre cánticos y chanzas.
El anciano Arnáiz nos condujo hasta las viviendas de los trabajadores mientras yo seguía descubriendo nuevos datos de la fabricación de la munición en la fábrica. Xabier le preguntó:
— ¿Seguro que usted no había estado nunca antes aquí? Parece como si fuese uno más de mis vecinos.
— No mientras esta fábrica estuvo en funcionamiento...
De pronto, escuché una explosión cercana que interrumpió la conversación, como si algo hubiese detonado al otro lado del río.
— ¿Habéis escuchado? —pregunté atemorizado despegando las manos de mis oídos.
— ¿Qué debíamos escuchar? — replicó Xabier.
— La explosión al otro lado del río.

Arcos junto a las carboneras

— ¿Qué explosión? —Insistió el señor Arnáiz—. Todo está en calma. Mira a tu alrededor…
El anciano tenía razón, todo era silencio. Y sin embargo, yo había escuchado una explosión cercana. Extrañado, suspiré.
—Será mejor que descanses. Mañana será otro día — susurró Xabier mientras me invitaba a cruzar el umbral de la puerta de su casa.
Xabier nos indicó dónde podríamos dormir. Al señor Arnáiz le cedí el camastro que había al lado de la habitación de Xabier, y yo decidí que dormiría en la cocina de la casa, que también hacía las veces de salón. Llegaba muy cansado, con ganas de dormir, y lo hubiese hecho incluso de pie. Por suerte, junto al hogar, que aún conservaba un fuego encendido, había una butaca en la que tomé asiento, me cubrí con varias mantas que Xabier trajo para mí y, al fin, me entregué al sueño.
En mitad de la noche, bajo la luz de una luna brillante y tímida, parcialmente cubierta de un velo de nubes grises, escuché de nuevo dos nuevos estruendos, esta vez junto a la casa de Xabier. Me levanté de inmediato, acudí raudo a la ventana y miré a través de ella. Algunas casas ardían al fondo, el ambiente estaba cargado de un humo denso y añil, y se escuchaban decenas de gritos, grandes voces llamando a la huída, algunas proclamas que sonaban como jaleos en una suerte de francés, alaridos de mujeres atemorizadas, llantos de niños sin consuelo, alboroto de animales en los corrales y, de pronto, los primeros caballos de un ejército uniformado que comenzaron a recorrer las calles con grandes sables enhiestos que cortaban el frío y la noche.
Estábamos sufriendo un ataque.

Zona residencial

Cerré la ventana y me adentré en la casa. Busqué al señor Arnáiz y a Xabier, pero sus lechos estaban vacíos. Puede que hubiesen huido antes que yo. Sin tiempo a pensar qué les llevó a dejarme allí, observé que al fondo del pasillo se abría una pequeña puerta que muy probablemente daba a la trasera de la casa. En efecto, así era. Miré en derredor y, al comprobar que apenas unos metros más allá había un gran desnivel que conducía al monte, corrí hacia él tras escuchar una nueva explosión que hizo saltar por los aires los muros de los edificios cercanos.
No volví a mirar atrás. No tuve el valor de quedarme y luchar por la gente inocente que allí estaba muriendo. Fui un cobarde y sólo acerté a no tropezarme a medida que iba descendiendo entre las hayas. Sólo procuraba salvar mi vida. Siempre había pensado, quizá influido por el cine y los héroes sobrehumanos que en el podemos encontrar, que llegada una situación así, no me arredraría y lucharía por salvar a los más débiles que yo. Entonces comprendí hasta qué punto el instinto de supervivencia animal que todos llevamos dentro actúa sn que la razón, que nos humaniza, haga nada por impedirlo.
Encontré mi coche casi por arte de magia apenas unos metros más debajo de donde me encontraba. Corrí hacia él y busqué entre mis bolsillos las llaves. Conseguí abrirlo, lo arranqué y lo conduje, con la rueda pinchada, hasta un pequeño claro de bosque que se abría un par de kilómetros más adelante. El sonido de los cañones ya no se escuchaba. Olaberri, la Real Fábrica de Armas que forjaba el hierro para enmudecer al mundo, moría a hierro y a fuego. El Bosque de Quinto Real ardía y su tesoro más preciado era reducido a rescoldos y ruinas. Llovía ligeramente.

Escaleras de acceso a una vivienda

Me desperté tras escuchar el canto de un simpático pajarillo que trinaba sobre una rama cercana. Tras desperezarme, pude darme cuenta que había salido un día frío pero soleado. Comprobé que no había nadie en el entorno y me dispuse a cambiar la rueda lo antes posible. Miré hacia la parte alta del monte, hacia la ubicación de Olaberri. No se apreciaba nada. Ni si quiera un atisbo de humo que delatase lo sucedido la noche anterior.
Tras colocar la nueva rueda, arranqué el coche y continué el camino hasta llegar a Eugi, tal y como me aconsejó el señor Arnáiz. ¿Qué habría sido de él? ¿Y de Xabier?
Llegué al pueblo, observé las bonitas vistas que ofrecía la estampa de un enorme pantano rodeado de las montañas adyacentes, y aparqué junto a la entrada de un bar-restaurante. Necesitaba desayunar y aclararme las ideas. Después de dar los buenos días, recogí un periódico dispuesto a encontrar noticias de lo sucedido, no ya de lo ocurrido de madrugada, pero sí al menos algo que motivase la invasión francesa y el ataque a Olaberri. Sin embargo, la prensa no decía nada.
Le pregunté al camarero si sabía algo de lo ocurrido en la Real Fábrica de Armas la pasada madrugada y él negó con la cabeza, sorprendido y mirándome con cierta desconfianza. Volví a insistirle, le conté que había pinchado, que llovía a cántaros y que no pude cambiar la rueda de repuesto; le hablé de Xabier, hijo de un herrero que allí trabajaba, y del señor Arnáiz, al que había encontrado caminando bajo la lluvia en mitad del monte.

El Arga refrigeró los hornos y los talleres durante años

— Está usted delirando. Olaberri dejó de funcionar en 1.794, amigo. Estamos en el año 2.012. Han pasado más de doscientos años desde entonces, y le aseguro que allí sólo hay ruinas y restos de lo que una vez hubo. Lo único que no ha cambiado es que el Arga sigue corriendo por allí. En estos montes siempre han existido fábricas de este estilo. Hubo otras antes que la que usted se refiere. Olaondo, fundada por Carlos III el Noble de Navarra en el siglo XV, hoy bajo las aguas del pantano que usted puede ver aquí al lado. Y años después se levantó la de Olazar, varios kilómetros río arriba. De sus herreros, y con la ayuda de maestros armeros milaneses, surgieron algunas de las armaduras más bellas que hoy puedan contemplarse: la de los reyes Felipe III y Felipe IV cuando eran niños, entre otras muchas.
— Pero ¿entonces, qué fue de Xabier, y del señor Arnáiz? ¿Y el ataque francés, y los muertos, los gritos, los heridos…? —insistí.
— Cuando Olaberri fue arrasada por el ejército francés, en plena guerra de Convención, hubo muchos muertos, se dice que un número cercano a los doscientos, y que al menos esa cifra se triplicó en los que resultaron heridos… A decir verdad, fue una escabechina. En cuanto a ese que usted dice que se apellidaba Arnáiz… lo único que puedo decirle es que hubo aquí un capitán militar, de nombre Macario Arnáiz, que realizó un estudio detallado de las ruinas de estas instalaciones al menos 50 años después del cierre forzoso de Olaberri.
Estaba completamente desconcertado, pero a medida que me iba explicando, algunas piezas comenzaban a encajar: ese capitán pudo ser el señor Arnáiz, porque recuerdo que nos dijo que él no había estado en Olaberri cuando estuvo en funcionamiento… y sin embargo la conocía al detalle, como si fuese un vecino más… Pero… ¿entonces? ¿Quién era el hombre qué me encontré en el bosque? ¿Quién el que decía llamarse Xabier? ¿Quiénes…? O tal vez mejor dicho… ¿qué eran…? ¿Fue realmente un sueño, como decía el camarero? Y sin embargo, el llanto de los niños aún resuena en mis oídos…

Verde Invierno

— Puede que usted tenga razón pero… ¿cómo es que un camarero tiene tantos conocimientos sobre la fábrica?
— Eugi es un pueblo pequeño, pero su tradición está vinculada al hierro durante siglos. Casi todos entroncamos con el hierro —dijo sonriendo—. De hecho, muchos de nosotros tenemos un antepasado común de aquellos armeros milaneses… Yo me encuentro entre ellos. Mi apellido, Seminario, proviene de Juan Bautista Seminari, acicalador de armaduras al que le debió de gustar tanto estas tierras que aquí casó y tuvo hijos suficientes como para que su semilla aún siga regando la vida del Eugi actual—concluyó entre risotadas.
Salí del restaurante y decidí regresar a Olaberri. En el kilómetro catorce, una vez pasado el cruce que lleva a Irurita, descubrí una placa que indicaba la ubicación de la Real Fábrica de Armas de Eugi. Olaberri. Allí encontré, a un lado y otro de la carretera que llevaba a Francia, los restos que aún hoy el bosque de Quinto Real y la acción humana todavía no han destruido. En el mismo lugar en el que yo los vi la noche anterior, encontré los restos de los hornos, las carboneras, las calles que comunicaban la zona industrial con la residencial…
El río Arga discurre como antaño, y el rumor de su tránsito resuena en el bosque del mismo modo que lo hacía ayer… Sus aguas siguen corriendo bajo los arcos de la vieja fábrica; anhelando lamer las palas de los molinos que movían los fuelles que avivaban los hornos. El Arga, bravo río, añora la época en la que sentía que su poderoso paso marcaba el ritmo del hombre, y no a la inversa.

Entre un mar de hayedos, aún se aprecian calles y edificios de roca



©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS



REAL FÁBRICA DE ARMAS DE EUGI
NA- 138 Km. 14
Acceso libre

Más información:
Centro de Referencia Histórica de Olondo
C/ San Gil, 26
Eugi
Tel. 948372458

CUIDA Y RESPETA LAS RUINAS, ES PATRIMONIO DE TODOS


Redacción y Fotografía:
Santiago Navascués



7 comentarios:

  1. Ayer mismo, al volver de Urkiola ensimismada por el paisaje otoñal, descubrí por casualidad esta maravilla escondida en la naturaleza, y la búsqueda de más información me ha llevado a su precioso relato. Muchas gracias, me ha encantado! Un saludo

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    1. Ha sido un placer compartir tan hermoso sitio y ver que no somos los únicos a los que nos ha enamorado.

      Gracias. Un saludo!

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  2. Sin duda es un lugar que enamora: https://www.youtube.com/watch?v=oEC3Zit75kA

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    1. Indudablemente que si. Tendría que ser no solo más conocido, si no reconocido.

      Una visita que todos deberíamos hacer una vez en la vida como mínimo.
      Un abrazo Francisco.

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  4. Precioso relato, Sin duda un lugar que visitar.

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    1. No lo dudes María, para los troteros es un lugar de referencia y paso casi obligado.

      No dejes de ir.
      Un abrazo

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