“En
una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante
algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas
tres fechas.
Los
sucesos de que guardan la memoria estos números son, hasta cierto punto, insignificantes.
Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de
insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación
se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.
Si
a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios
hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que
forjo antes que se cierren del todo mis párpados (historias cuyo vago desenlace
flota, por último, indeciso, en ese punto que separa la vigilia del sueño),
seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante…”
Nuestro devenir por tierras toledanas daba a su fin. Los
simpares viajeros debíamos decir adiós a la mágica e Imperial ciudad que tantas
sorpresas y satisfacciones nos había dado en estos días, pero eso sí, aún
teníamos unas horas en la noche para disfrutar de esta legendaria ciudad y su,
por primera vez en todos estos días, fresca noche. Era como si Toledo se
despidiera de nosotros acariciándonos la mejilla con una suave y fresca mano,
intentando grabar así en nuestro rostro, su esencia y próxima ausencia.
Quedamos con nuestro grupo en la Calle Trinidad, en las
puertas de la Oficina de Servicios Culturales, Turísticos y de Ocio, Entorno Toledo;
el enclave no podía ser más singular, pues se hallaba en la planta baja de un edificio de viviendas renacentista de los siglos XVI y XVII. En el subterráneo de
dicho enclave, se había encontrado una
puerta de servicio que llevaba hasta las antiguas caballerizas. La verdad es
que la oficina no podía estar en mejor lugar. Había algo en el ambiente que te
atrapaba desde el primer momento de llegar.
−Esto no es nada –nos
dijo Julián, el director−esperad a que comience la
ruta…magia y leyenda a vuestro alrededor.
La verdad, es que viendo aquel subterráneo y conociendo las
leyendas en torno a él, esta curiosa viajera se habría quedado allí un buen
rato más ¿Algo aquella noche podría superar aquello?
Dentro, en frente, como si se tratara de un vórtice en la
pared que nos abriese las puertas a otros tiempos ya pasados, había un
espectacular pozo árabe de cinco metros de profundidad, como una garganta de
dragón venido a menos; agua límpida y cristalina que manaba del suelo,
posiblemente de alguno de esos manantiales naturales que surcan las milenarias entrañas de esta
ciudad.
Bajo nuestros pies,
pisáramos donde pisáramos, había Historia, historias de caballeros y nobles, de
constructores y albañiles, de algún santo y bastantes demonios, de plegarias
árabes y de rezos judíos, incluso
vítores romanos. Un mundo subterráneo donde tenían cabida mil mundos más.
Pero había que irse, la noche y la ciudad nos esperaban
ansiosos para mostrarnos lo que a la luz del día, pasa inadvertido bajo el
reflejo del sol y la algarabía de la gente.
Leyenda, nos había prometido Julián. Magia, nos decía
Isabel, nuestra menuda y sonriente guía, que encontraríamos. Misterio, decían
los ojos de nuestros compañeros de ruta. Todo era posible, pensábamos mi
compañero y yo.
Dejamos atrás la estrecha, escalonada y empinada calle
Trinidad, para sumergirnos de lleno en la Historia y leyenda de la ciudad, pues como dijo Gregorio
Marañón −Cuando se ve un rincón de Toledo, o una estampa o descripción
de la ciudad no se sabe desde el primer momento lo que en ella es realidad y lo
que es leyenda− y de eso, mi
compañero y yo sabíamos algo, pues nuestro simpar viaje a Toledo, nos había
mostrado que no todo es lo que parece y lo que parece ser, no siempre es…
“No
es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así,
impalpables, son, en cierto modo, como las mariposas, que no pueden cogerse en
las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.
Voy,
pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de
epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas, los tres puntos aislados que
yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas, como con un hilo
de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, en las
que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.
Hay
en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la
huella de las cien generaciones que en ella han habitado, que habla con tanta
elocuencia a los ojos del artista y le revela tantos secretos puntos de
afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el
carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus
entradas como una barrera y pondría sobre la barrera un tarjetón con este
letrero:
«En
nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los
que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos
ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
Da
entrada a esta calle, por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y
oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.
En
su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el
cual crece la hiedra, que, agitada con el aire, flota, sobre el casco que lo
corona, como un penacho de plumas.
Debajo
de la bóveda, y enclavado en el muro, se ve un retablo, con un lienzo
ennegrecido e imposible de descifrar, marco dorado y churrigueresco, su
farolillo pendiente de cordel y sus votos de cera.
Más
allá de este arco, que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de
misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de
casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y
su color. Unas están construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adorno
que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de
ladrillo, y tienen un arco árabe, que les sirve de ingreso; dos o tres
ajimeces, abiertos al capricho en un paredón grietado, y un mirador que termina
en una alta vela. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de
arquitectura y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo
acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las
extravagancias de un período del arte. Estas tienen un balcón de madera con un
cobertizo disparatado; aquellas, una ventana gótica recientemente enlucida y
con algunos tiestos de flores; las de más allá, unos pintorreados azulejos en
el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros y dos fustes de columnas,
tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro…”
Diez personas habíamos salido de la calle Trinidad, sin
embargo, llegando al Convento de las Concepcionistas, once conté yo. A unos
pasos por detrás de mí, cerca de mi hombro izquierdo, había un joven con pinta
de estudiante despistado que tomaba notas sin parar en un pequeño cuaderno; su
cabello algo largo y despeinado, junto con una camisa blanca algo descuidada,
le daban un aspecto bohemio de antaño, de estudiante aplicado pero con la
cabeza llena de pájaros. No se, pero aquel muchacho tenía algo especial. Nos
hablaba Isabel de Templarios y misterios,
de precisiones e imprecisiones de tan insignes caballeros en estas
tierras toledanas, de quien asegura que fue Toledo posada y cama de los santos
guerreros y de quien afirma que nunca o poco estuvieron allí.
Una fresca brisa nos envolvió a todos, aunque cuando esta acariciaba mi nuca, se
tornaba casi helada. Nos hablaba Isabel de la peculiaridad de la capilla del
convento, pues posee una de las dos únicas capillas octogonales de la ciudad, y
que conocido era por todos que era esta la figura geométrica elegida por los monjes guerreros, para la
construcción de sus capillas y cenobios; fue al decir esto cuando la brisa que
golpeaba mi nuca se tornó gélida y susurrante, pues junto a mi oído esta me
dijo: Me marcho, llegada es la hora,
adiós mi señora. Giré mi cabeza y vi
alejándose la figura de mi barbudo amigo, aquel cuyo dolor y penar me mostraron unos ojos tristes y
hermosos, en el Museo Templario. Y la
noche y una repentina niebla, se lo llevaron junto a la fresca brisa.
Santiago y yo nos miramos y dejamos escapar un ligero
suspiro. La ruta no había hecho más que empezar, y algo nos decía que aquella
no sería la única despedida de la noche; es difícil de explicar pero me sentí
triste, como la tristeza que se apodera de ti cuando ves marchar a un amigo
sabiendo que tal vez, nunca más vuelvas a verle.
Más adelante continuó Isabel contándonos las historias de
los Cristos ocultistas, de la Virgen Negra de Santo Tomé, de las Estatuas
hechiceras, de milagros, sucesos que nada tenían que ver con la razón y lo
natural, apariciones por doquier y fantasmas que vagaban y se lamentaban por
las calles toledanas. Nos hablaba del Convento de San Clemente, imán de
prodigios sobrenaturales, como el del niño que se apareció a Sor Constanza,
allá por el siglo XVI, junto a las escaleras.
−¿Quién eres pequeño?
–dijo ella –yo soy Constanza del niño Jesús.
−Yo soy el niño Jesús
de Constanza, mujer –contestó él.
Pocas pruebas más se necesitaron entonces, y dando por
milagro el hecho, una pequeña cruz
empotrada en la pared, frente al lugar donde el niño se apareció, recuerda
conmemora y rememora tan celestial milagro.
Seguía nuestro caminar nocturno por las calles toledanas,
disfrutando de la soledad y el fresco de la noche, del maullido lejano de algún
gato, de la tos cercana de algún vecino, de la voz cálida y las atrayentes
historias de Isabel. De fantasmas, de espectros y presencias del más allá.
Ensimismados como estábamos, escuchando a nuestra guía, se
acercó a mí el joven estudiante con su cuadernillo en ristre, y levantando la
voz por primera vez en toda la noche, me dijo sin mirarme, como el que dice
para quien quiere escuchar sin que importe quien el oído acerca:
−Si Garcilaso cantó a
las ninfas del Tajo y a los duendes del río, yo os traigo la voz del fantasma
de San Servando, voz que narra las vicisitudes y devaneos del Capitán Don
Lorenzo de Cañada, para dar caza a cierto espectro que merodeaba por los
alrededores del castillo y también el
interior, más este murió sin contar si el espectro fue cazado o cazado
lo fue el señor, y con él a la tumba el secreto se llevó –y
el estudiante tomó aire y mirándome fijamente a los ojos, añadió−
¿No cree usted, señora, que cazar espectros es como intentar guardar agua en
los bolsillos del pantalón?
Fue su mirada clavada en la mía la que dio contestación a
dicha pregunta, pues no me cabía la menor duda ya. Nuestro joven estudiante
hace mucho que dejó de cazar y cazado no quería ser.
“…El
palacio de un magnate, convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí,
habitada por un canónigo; una sinagoga judía, transformada en oratorio
cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la
que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil
curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por
decirlo así, en cien varas de terreno.
He
aquí todo lo que se encuentra en esta calle, calle construida en muchos siglos,
calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual,
al levantar su habitación, tomaba una saliente, dejaba un rincón o hacía un
ángulo, con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la
regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un
verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que
cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.
Cuando,
por primera vez, fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de
San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para
dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había
hospedado.
Casi
siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola
persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis
pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o
la rejilla de una ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado rostro de
una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana.
Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada
por sus habitantes desde una época remota.
Una
tarde, sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquisimo y oscuro, en cuyos
altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales,
repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La
formaba un gran arco ojival rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El
arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco
como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una
pequeña ventana con su marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas
azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de granito, y
unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca,
ligera Y transparente.
Ya
la ventana, de por sí, era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo
que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella fue el notar que,
cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un
momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me
miraba en aquel instante…”
Isabel contaba en aquel instante la historia de la Peña del
Rey Moro, en la cual aún vaga las noches de luna llena, el atormentado espíritu
de Abu-Walid, que fracasó en su intento
de conquistar Toledo, y así vaga y paga por el valle lamentándose por la muerte
de su amada durante aquellas vicisitudes.
Al sentir de nuevo la fría brisa en mi nuca, me volví
despacio antes de que esta se tornara gélida de nuevo, en un vano intento de
sorprender a quien en ese momento intentaba sorprenderme a mí. Unos grandes y
oscuros ojos me miraban fijamente, para mirarlos yo a ellos, tuve que bajar
ligeramente mi mirada; vestido de terciopelo y calzando fines escarpines, se
despidió de mi, sable en alto y cabeza baja, el pequeño personaje que buscaba
lo que era suyo en el Museo del Ejército.
−Ha llegado el
momento, la niebla que me trajo, de nuevo me espera, para mí no hay peñas ni amadas que me
retengan, tengo lo que buscaba y a mi casa he de regresar, aunque mi casa haga
tiempo, que ni es casa ni es tumba siquiera.
Trescientas cincuenta calles tiene la Imperial Toledo, en
cada una, cien encantos y en cada encanto, un portento. Así reza una copla, así
se cuentan las calles de la ciudad, así nos hablaba Isabel sobre las artes
mágicas de la ciudad. El número nueve es la clave, nos dijo, número mágico que
en Toledo es el que abría las puertas de la ciudad, pues tantas había como este
número traía. Nueve, número mágico para una ciudad mágica.
Todo viajero que llegaba a Toledo, tenía que atravesar una
de estas puertas, a cual más enigmática y misteriosa, lo que había visto el
caminante antes de llegar aquí, ya no tenía nada que ver con lo que le esperaba
al cruzar dichas puertas, pues cada una de ellas ejercía de paso entre lo
conocido y lo que por conocer quedaba.
No te engañarían tus ojos, pero si lo harían los hechiceros, los
nigromantes, las viejas casamenteras y las brujas que buscan incautos amantes.
Ciudad de conventos e iglesias, de gentes de dios andando
por sus calles y de pactos con los demonios que acechan en rincones y
callejuelas. Ciudad de contrastes, de credos y rezos, de supercherías y
amuletos. Ciudad de Biblia clara y de Necronomicón oscuro. De sermones y
convocaciones. Ciudad Insólita.
“…Seguí
mi camino, preocupado con la idea de la ventana, o, mejor dicho, de la
cortinilla, o, más claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque,
indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena
de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase
que se supone joven y bonita.
Pasé
otra tarde, pasé con el mismo cuidado, apreté los tacones, aturdiendo la
silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o
tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió a levantar.
La
verdad es que, realmente, detrás de ella no vi nada; pero, con la imaginación,
me pareció descubrir un bulto: el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel
día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que
pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se
perdía el ruido de mis pasos, y yo, desde lejos, volvía a ella, por última vez,
los ojos.
Mis
dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en
aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el
roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la
cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un
murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que
agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y
aquella mujer! ¡Qué historias imposibles no forjaría en mi mente! Yo la
conocía. Ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.
La
miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa,
alegrándolos con su presencia, como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras
veces, me parecía verla en un jardín, con unas tapias muy altas y muy oscuras,
con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía haber allá, en el fondo de
aquella especie de palacio gótico donde vivía; coger flores y sentarse sola en
un banco de piedra, y allí, suspirar, mientras las deshojaba, pensando en...
¡Quién sabe! Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí, seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos
sueños, cuántas locuras, cuánta poesía, despertó en mi alma aquella ventana,
nuentras permanecí en Toledo!...
Pero
transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y
cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera, me despedí del mundo de las
quimeras y tomé un asiento en el coche para Madrid.
Antes
de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo,
saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.
Tenía
aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos
la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté
una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo le llamo la fecha de la
ventana.
Al
cabo de algunos meses, volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por
tres o cuatro días. Limpié el polvo de mi cartera de dibujo, me la puse bajo el
brazo y, provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos
napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me
encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos en que
tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.
Ya
instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que
más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no
conocía sino de nombre.
Así
dejé transcurrir, en largos y solitarios paseos por entre sus barrios más
antiguos, la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña
expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel
confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros
y cuestas empinadas e impracticables.
Una
tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de
estas largas excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera
por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada, al parecer,
aun de los mismos moradores de la población y como escondida en uno de sus más
apartados rincones.
La
basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella se habían
identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el
aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los
barrancos formados por sus ondulaciones crecían a su sabor malvas de unas
proporciones colosales, corros de gigantescas ortigas, matas rastreras de
campanillas blancas, prados de esa yerba sin nombre, menuda, fina y de un verde
oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes
entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares
jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.
Diseminados
por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los
otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas,
rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar, donde iban formando capas
en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.
Azulejos
moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos
de ladrillo de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de
musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados,
jirones de tela, tiras de cuero y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre
eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la
atención y deslumbrando los ojos una miríada de chispas de luz derramadas sobre
la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que, examinadas de
cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos
y vasijas que, refractando los rayos del sol, fingían todo un cielo de
estrellas microscópicas y deslumbrantes.
Tal
era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas
de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de
pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de
plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.
Los
edificios que dibujaban su forma irregular no eran tampoco menos extraños y
dignos de estudio.
Por
un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas con sus tejados
dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol
sujetos a las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o
estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores y su farol rodeado de una
pared de alambre que defiende sus ahumados vidrios de las pedradas de los
muchachos…”
La ruta nocturna llegaba a su fin. Eran casi las doce de la noche y una
niebla empezó a asomar por la parte baja de la ciudad; la fresca brisa que nos
había acompañado durante toda la ruta empezaba a calarse en nuestros huesos a
través de la fina ropa veraniega que todos portábamos, el repentino fresco
nocturno nos pilló a todos por sorpresa.
De repente me di cuenta de que no estaba con nosotros el joven estudiante.
En su lugar, siempre unos pasos tras mi hombro izquierdo, había dos mujeres tan
distintas entre sí como el día lo es de la noche. La niebla que ya comenzaba a
subir hasta las calles altas donde nos encontrábamos, las envolvía casi hasta
las caderas. Eran la muchacha de curiosa sonrisa de la Posada de la Hermandad,
y la mujer de mirada triste y ropas raídas del museo de instrumentos de
tortura. La primera mandó un beso con la mano, la segunda solo sonrió y se
ajustó el pañuelo. A ambas les sonreímos nosotros, Santiago y Yo. Y la niebla las envolvió.
Isabel nos contaba la leyenda de las tres fechas, la más famosa de la ciudad
y la más famosa de Bécquer sobre la ciudad. Oírla contarnos la leyenda que no
por conocida y harta leída dejaba de tener encanto y más aún si cabe, en el
emplazamiento exacto que la vio nacer, dejaba de llamar poderosamente nuestra
atención. Mientras nuestra guía hablaba y el resto de compañeros la miraban atentos,
mis ojos me llevaron al final de la plaza donde nos encontrábamos; el joven
estudiante nos miraba desde la niebla que empezó a cubrirlo todo. No dejaba de
anotar cosas en su pequeño cuaderno y de revolverse el cabello ya de por sí,
despeinado y alborotado. Su voz, desde el centro de la niebla, se unió a la de
Isabel narrando la leyenda de las Tres Fechas, pero a diferencia de nuestra
guía, el cerraba los ojos y seguía con su dedo las líneas escritas en su
cuaderno.
“…Anduve
durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos absorto en mil
confusas imaginaciones, y, contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en
el espacio sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de
arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte
maravillosa y oculta. Ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen
minucioso me detenía a cada paso cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y
recuerdos históricos.
El
cielo cerraba de cada vez más oscuro. El aire soplaba con más fuerza y más
ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha,
finísima y penetrante, cuando, sin saber por dónde, pues ignoraba aún el
camino, y como llevado por un impulso al que no podía resistirme, impulso que
me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré
en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.
Al
encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba
sumido como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta
sacudida.
Tendí
una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal: estaba más
triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mí
espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el
sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera
hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde
la melancolía a la amargura.
Contemplé
por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que
nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de
una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente,
mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo
que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y
continuado, que parecía como acometido de un vértigo.
Nada
más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo
como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus
lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso
de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como
riendo en carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.
A
intervalos, y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía
percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso
y solemne.
Varié
de idea, y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté
a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
—¿Qué
hay aquí?
—Una
toma de hábito —me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba
entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la
moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.
Jamás
había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la
iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su
recinto.
La
iglesia era alta y oscura; formaban sus naves dos filas de pilares compuestos
de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y
octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las
robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de
estilo del renacimiento, cuajada de angelones con escudos, grifos cuyos remates
fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y
dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veían multitud de
capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes
a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de arquitectura
árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro;
otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas, con
una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente
alumbradas con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y
cera con lacitos de cinta de colorines.
Contribuía
a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en
su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica
claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre pendientes de las
bóvedas, de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces
del muro partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que
penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de cúpula; rojos, los
que se desprendían de los cirios de los retablo verdes, azules y de otros cien
matices diferentes, los que se abrí paso a través de los pintados vidrios de
las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante
claridad a que sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiendo entre
sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha
luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas.
A
pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran
pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de
concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor bajaban en aquel
momento sus gradas cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso
azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se
oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo
también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles
rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la
cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano, y abriendo
desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarla mayor
fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de los
cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y
negros, que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el
escaso resplandor de algunos cirios encendidos, una prolongada fila de sitiales
altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas
por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas
ropas talares; un crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre
el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de
Rembrandt hacen más palpables las sombras: he aquí cuanto pude distinguir desde
el lugar que ocupaba.
Los
sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de
unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de
otros que agitaban los incensarios, perfumando el ambiente, atravesando por en
medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras,
llegaron, al fin, a la reja del coro.
Hasta
aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la
de la virgen que iba a consagrarse al Señor.
¿No
habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche
levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o
de la profunda sima de una montaña un jirón de niebla que flota lentamente en
el vacío, y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y vuela
su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna silfa
invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire, cubriendo sus huesos
amarillos con un sudario sobre el que se cree ver dibujarse sus formas
angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar
adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro,
aquella figura blanca, alta y ligerísima.
El
rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas
que alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo de luz
alrededor de su cabeza, la hacían resaltar por oscuro, bañándola en una dudosa
sombra.
Reinó
un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última
parte de la ceremonia.
La
abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez
repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la
corona de flores que la ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran
las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores, como
todas las mujeres…”
Cuando la narración de la leyenda estaba llegando a su fin,
un fuerte viento húmedo hizo que nos refugiáramos en un portal. La niebla lo
invadía todo, hasta a nosotros mismos que durante unos minutos hizo que no
pudiéramos vernos las caras unos a otros. Cuando esta empezó a disiparse, un
golpe de viento trajo hasta mí el cuadernillo del joven estudiante, casi
depositándolo en mis manos como si se tratase de un regalo. En él había
anotaciones sobre toda la ciudad, algún que otro tosco dibujo y varios tachones
en las hojas, pero lo que más me sorprendió de todo es que estaba entera la leyenda de las Tres Fechas, y en la última
hoja, una clara firma y unas fechas: Gustavo A. Bécquer, 22, 23 y 24 de Julio
de 1862.
Guardé el cuadernillo en mi bolso y pusimos rumbo a la plaza
Zocodover, para dar por finalizada la ruta y la noche. Nos despedimos de
nuestros compañeros y nuestra guía, a la que tuvimos que darle la razón sobre
las palabras dichas por Julián antes de partir: la noche sería mágica y
legendaria. Un abrazo nos sirvió como
hasta siempre, y varios pares de manos moviéndose cual abanicos nos dijeron
¡Hasta más ver!
La noche en el hotel, desde cuya habitación veíamos los
tejados de la ciudad y la catedral, nos trajo hasta el balcón susurros y
gemidos lejanos, casi idénticos a los que oímos al llegar hace unos días y que
vinieron igual que se fueron, entre niebla.
Toledo nos había hechizado.
Al día siguiente, recogimos nuestras cosas y cargamos el
coche rumbo a casa, aún quedaban unas cosas por hacer antes de dar por acabadas
las vacaciones, pero tras los acontecimientos que habíamos vivido en esta
ciudad, nos sentíamos demasiado aturullados como para pensar en ello ahora. Así
que nos montamos en el coche, salimos por el puente de Alcántara y tomamos
rumbo a la autovía. El Tajo estaba hermosísimo, aún quedaban restos de la
niebla nocturna en sus orillas, a pesar de brillar el sol en lo más alto del
Alcázar. Cuando nos disponíamos ya a dejar atrás la ciudad, no pude evitar
volverme de nuevo para ver por última vez el Puente y el Río, y entonces le vi.
El joven estudiante estaba sentado en la orilla escribiendo en su cuaderno de
nuevo, me miró y me mandó un beso. Luego siguió escribiendo y al final
desapareció entre los restos de aquella nieblina que aún quedaba en el río.
Abrí mi bolso, busqué la libreta que guardé en él la noche
anterior, y esta…había desaparecido. Ni rastro de ella.
No le di más vueltas, no lo comenté con mi compañero, no
hacía falta. Los dos lo sabíamos.
TOLEDO NOS ENGULLÓ EN SUS MISTERIOS.
…”Después
la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro
sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en
seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre
los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la
magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su
seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado había
besado tantas veces...
La
abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes las
repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en
cuando se oían a lo lejos como unos, quejidos largos y temerosos. Era el viento
que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y
estremecía, al pasar, los vidrios de color de las ojivas.
Ella
estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho
de un claustro gótico.
Y
la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la
desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para
que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño.
El
esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo,
sin duda, la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la
esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó
al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese
tierra, sobre su cuerpo puñados de flores, entonando una salmodia tristísima;
se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes, con sus voces
profundas y huecas, comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos
instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de
por sí las terribles palabras que pronuncian.
—¡De
profundis clamavi ad Te! —decían las religiosas desde el fondo del coro con
voces plañideras y dolientes.
—¡Dies
irae, dies illa! —le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, Y
en tanto, las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a
campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.
Yo
estaba conmovido; no, conmovido no; aterrado. Creía presenciar una cosa
sobrenatural, sentir como que me arrancaba algo preciso para mi vida, y que a
mi alrededor se formaba vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un
padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja
la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que se puede pintar, y que
sólo pueden concebir los que lo han sentido.
Aún
estaba clavado en aquel lugar, con los ojos extraviados, temblorosos y fuera de
mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el
hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas
hileras la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.
Allí,
entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se
había abierto. Al poner el pie en su dintel, la religiosa se volvió por la vez
última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y
pude verle el rostro. Al mirarlo tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella
mujer: no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en
sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro
mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la
memoria.
Di
dos pasos adelante: quise llamarla, quise gritar; no sé; me acometió como un
vértigo; pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre.
Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por
el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía
por sus cien bocas de metal y las campanas de la torre comenzaron a repicar,
volteando con una furia espantosa.
Aquella
alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor,
buscando los padres, la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a
nadie.
—Tal
vez era sola en el mundo —dije, y no pude contener una lágrima.
—¡Dios
te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en mundo! —exclamó al mismo
tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.
—¿La
conoce usted? —le pregunté.
—¡Pobrecita!
Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
—Y
¿por qué profesa?
—Porque
se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día, del
cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán
le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿Qué había de hacer?
—¿Y
quién era ella?
—Hija
del administrador del conde C***, al cual serví yo hasta su muerte.
-¿Dónde
vivía?
Cuando
oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.
Un
hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la
oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los
relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo
comprendí o creí comprenderlo.
Esta
fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte. Digo mal: la llevo
escrita en un sitio en que nadie más que la puede leer, y de donde no se
borrará nunca.
Algunas
veces, recordando estos sucesos; hoy mismo, al consignarlos aquí, me he
preguntado: algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro
de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo
de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga recuerdos del
mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la
mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un
suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?
¡Quién sabe!
¡Oh!
Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?.”
(Las Tres Fechas, Gustavo Adolfo Bécquer, publicado en 1862
en el Contemporáneo)
©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
ENTORNO TOLEDO
Cuesta de la Ciudad, 5
45002 Toledo, España.
telf. 925 25 41 25
info@entornotoledo.com
FOTOGRAFÍAS: Santiago
Navascués Ladrón
TEXTO: Yolanda T.
Villar
Una manera gloriosa de terminar el mes de Abril, sin pares viajeros.
ResponderEliminar¡Enhorabuena, amigos!
Gracias por el deslumbrante paseo y los muchos conocimientos que habéis compartido aquí, visuales y de escritura.
^_^
¡Comparto!