jueves, 30 de abril de 2015

Descanso para los Inocentes de Torrellas y Novallas


Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón
y el alma que lo sostiene.
Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.


 

Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.




Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere.


Ayer amaneció el pueblo
desnudo y sin qué comer,
y el día de hoy amanece
justamente aborrascado
y sangriento justamente.
En su mano los fusiles
leones quieren volverse:
para acabar con las fieras
que lo han sido tantas veces.


 

Aunque le faltan las armas,
pueblo de cien mil poderes,
no desfallezcan tus huesos,
castiga a quien te malhiere
mientras que te queden puños,
uñas, saliva, y te queden
corazón, entrañas, tripas,
cosas de varón y dientes.




Bravo como el viento bravo,
leve como el aire leve,
asesina al que asesina,
aborrece al que aborrece
la paz de tu corazón
y el vientre de tus mujeres.



No te hieran por la espalda,
vive cara a cara y muere
con el pecho ante las balas,
ancho como las paredes.
Canto con la voz de luto,
pueblo de mí, por tus héroes:
tus ansias como las mías,
tus desventuras que tienen
del mismo metal el llanto,
las penas del mismo temple,
y de la misma madera
tu pensamiento y mi frente,
tu corazón y mi sangre,
tu dolor y mis laureles.
Antemuro de la nada
esta vida me parece.


Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.



(Sentado sobre los muertos, de Miguel Hernández)



Desdibujaron sus sonrisas y el color de su piel. Deshicieron ilusiones, sueños y familias. Aquellas balas asesinas, disparadas desde armas asesinas, empuñadas por asesinos, cargados de odio asesino, quisieron acabar con unos hombres y mujeres cuyo delito fue creer en un mundo distinto al que conocían. Pagaron con su vida por la osadía de pensar. Y no contentos con ello, sus asesinos los enterraron como quien entierra a un perro contagiado de sarna, con prisa y sin cuidado.

Lo hicieron convencidos, ¡bien muertos están por morder la mano del amo! Por perros los tenían. Perros, que no hombres; que no humanos. No querían verlos como hombres porque ese supuesto les superaba. Ningún hombre de bien se planteaba el orden establecido de las cosas. Unos arriba y otros abajo. Así había sido siempre, y a ello se encomendaron. Si alguno llegó a dudar, pronto encontró amparo y asilo moral bajo palio. ¡Eran cruzados, Dios estaba de su lado!


Aquellas fosas, aquellos agujeros negros, acogieron sus cuerpos maniatados y en desorden, los agarraron con sus oscuras y negras manos, tapándoles las bocas para silenciar lo que allí escondían. Fueron cubiertos de tierra y aplanados, como si allí no yaciese asesinada la libertad y el deseo de todo hombre de alcanzarla. Los asesinos, finalizado su trabajo, borrachos de éxito y excitados por la pólvora y su estallido, marcharon a celebrarlo dándose ánimos los unos a los otros ¡Ya verás cuando se entere el amo, el sargento y el obispo!


Y es que, de todos los que idearon toda aquella matanza, muy pocos mancharon sus manos o se remangaron las camisas para encañonar inocentes y apretar el gatillo. Odiaban a quien no podían controlar o someter, pero eran demasiado cobardes para cerrar su círculo de muerte. Por eso aprovecharon su estatus y otros se encargaron de hacer el trabajo sucio. Cuanto más repartida estuviese la mierda, más adeptos a la causa y menos resquicios a la vista por los que pudiera colarse una eventual disidencia.


Con su dedo acusador, victorioso por el uso de la fuerza (¡Venceréis, pero no convenceréis!, pronunció Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, madre de la razón española), los golpistas y sus correligionarios avergonzaron a los familiares de los asesinados, les sometieron a escarnio público, les vejaron, les desposeyeron de lo poco que tenían y colgaron sobre ellos el sambenito de rojos, creyendo que así cederían a la presión y se entregarían a los brazos de los buenos hombres de bien.


Creyeron que enterrando las pruebas de su masacre, los cadávares de miles de inocentes, entre jaras, cunetas u olivares, enterrarían su recuerdo y reescribirían la historia; una Historia a su medida, una Historia de puros e impuros que guardaría para su asalto a la legalidad y a la Constitución vigente un destacado lugar a la altura de la intervención divina en el Diluvio Universal, en el que sólo se salvaron los que eran puros de corazón y todos los demás, murieron ahogados bajo el atronador impulso de la ira desatada de su Dios.



Crearon un nuevo mundo, que era el viejo con remiendos. Un mundo diseñado a su medida. Un mundo de patrones inflexibles que no se adaptaba a sus gentes, si no que eran sus gentes las que debían adaptarse a ese mundo. Un mundo con una única forma de entender la vida. Un mundo en el que, para gozar de la seguridad del sistema, empeñabas a cambio tu dignidad y tu libertad como individuo.


Y finalmente callaron todos sus crímenes, confesándolos primero, encontrando la absolución de sus pecados al otro lado del confesionario amigo. Se creyeron en paz con Dios porque a Dios habían servido, y pensaron que todo lo que habían hecho, bien hecho estaba y ya no hacía falta darle más vueltas. Impusieron la ley del silencio y del miedo, persiguieron hasta sofocarlos los conatos de resistencia que humeaban en los montes años después, y al fin le dieron carpetazo al asunto. Habían vencido y su victoria era total. Sin embargo...

 
Nada más lejos de la realidad. Para su desgracia, aquellos inocentes a los que mataron sin entrar en contienda, a los que simplemente arrancaron de sus casas o los detuvieron por la calle a la fuerza para luego matarlos sin piedad, nunca fueron olvidados. Sus familias: mujeres, hermanos, padres... trasmitieron su legado y su forma de ser a sus estirpes, les contaron, con los ojos ahogados en llanto, que murieron por ejercer su libertad, por querer lo mejor para los suyos y luchar por unos ideales en los que creían con firmeza.


El odio inicial que se adueñó de sus corazones hacia esos matarifes salvajes (¿Quién no lo sentiría hacia el asesino de tu marido, de tu madre, de tu hijo?) fueron transformándolo en rabia contenida. Tampoco perdonaron, porque una atrocidad así, castigada incluso por las elementales leyes del Dios para el que luchaban los asesinos, no puede encontrar el perdón; menos aún si quién comete el asesinato no siente pena ni arrepentimiento ni desea manifestarlo públicamente (aún hoy quedan algunos que siguen sacando pecho por los heroicos actos que cometieron ellos, o sus padres o abuelos... Dios los acoja en su gloria, si es que aún los ve como sus soldados de la Fe).


Jamás olvidaron, porque hacerlo hubiese supuesto renunciar a la dignidad con la que habían vivido los fusilados antes de serlo, cuando simplemente eran vecinos de sus pueblos y se ganaban la vida como podían. Los más afortunados contaban con alguna foto en blanco y negro, arrugada, desgastada por los bordes y cuarteadas por el efecto de las lágrimas cayendo sobre el papel cada vez que los necesitaban cerca de ellos, que eran todos los días desde su ausencia. Los que no tuvieron tanta suerte, tuvieron que conformarse con el tono del reverbero de su voz y de su risa en su recuerdo, de sus gestos, su manera de hablar, de sentir y de tocar; con la nobleza de su mirada y su tozudez de pensamiento. En sus mentes seguían viviendo, y el calor que les producía recordarlos los mantuvo en pie cuando las fuerzas hacían aguas y se encontraban encayados en un mar de rocas de incomprensión, soledad y silencio.



Pasaron los años, murió el fascista en la cama (algo que no se podrán perdonar), y algunas cosas comenzaron a cambiar. La luz fue introduciéndose en esa sociedad oscura y acartonada y el país cambió de rumbo. Miró al horizonte, se miró a sí mismo, vió cuán distintas eran sus manos respecto de sus piernas, sos orejas de sus rodillas, pero entendió que necesitaba su cuerpo entero para caminar con seguridad hacia aquel camino del que un día se distanció. Sin embargo, quedaron muchos cabos por atar, y a pesar de que se ha avanzado mucho en todos los ámbitos sociales, económicos y culturales, los gobernantes, del sucesor del dictador para abajo, no tuvieron la valentía de mirar al pasado más reciente y doloroso a los ojos, y a consecuencia de ello miles de personas se vieron obligados a cargar, en un mundo nuevo, con el mismo peso muerto con el que les cargaron a la fuerza desde que les arrebataron a sus hijos, a sus padres, a sus nietos.



Por eso hoy, en pleno 2.015, actos como los que se vivieron hace unos días en dos pequeños pueblos a las faldas del Moncayo, Torrellas y Novallas, aunque tardíos, aún sabiendo que muchas de aquellas mujeres y hombres que sufrieron en primera persona y vieron como les arrancaban de su seno a sus hijos, o de su corazón a sus maridos habían muerto, se celebró que al fin, casi ochenta años después de aquella barbarie, se habían hallado los cuerpos de varios vecinos del pueblo y de otros cuya identidad no pudo determinarse; se congratularon de poder desenterrar de varias fosas en pueblos no muy lejanos una multitud de huesos: fémures, homóplatos, caderas, tibias, radios, cráneos... Personas.




Fueron homenajes humildes, pues de ningún otro modo los hubiesen querido para sí los asesinados. Sin ánimos de revancha, ni venganza, sólo la alegría de tenerlos con ello inundaba los recintos que completaron sus aforos, tal era el deseo de vecinos y allegados de acompañar a las familias en una jornada especial, histórica. En ambos, tomaron la palabra los protagonistas de aquella jornada, que no podían ser otros que los familiares. Fueron los momentos más emotivos.



Subió al escenario la biznieta pelirroja, hija de una mujer pelirroja, a su vez nieta de aquel cuyo color de cabello delataba su afinidad hacia la Republica. Quisieron hacerlo desaparecer, pero su semilla y su recuerdo perduraron en cada una de sus simientes que fueron naciendo, y aquellas melenas de fuego, indomables, a buen seguro impidieron olvidar a los que ordenaron su muerte la cara de aquel inocente al que ordenaron asesinar sin que les temblase el pulso. También tomó la palabra el hijo de un fusilado para recordar que cuando, siendo niño, viajaba con su madre a Tudela en el autobús, al pasar por un terreno cercano a Cascante, la mujer se santiguaba y le susurraba, bajito, "ahí lo tienes enterrado". Desde entonces, cuando casi no conocía el significado del gesto que realizaba, se ha venido santiguando él también al hacer el mismo trayecto con el coche. Así mismo se escuchó la confesión de una hija cuya madre, viuda a la fuerza, jamás quiso ser enterrada con una lápida que indicase su nombre, origen ni fechas de nacimiento y fallecimiento, pues "si mi marido no la tuvo, yo tampoco".



Incluso llegó a subir al estrado el actual Alcalde del pueblo de Cascante, de donde llegaron a Novallas un grupo de exaltados para asesinar a varios vecinos de Novallas. Lo hicieron a las afueras del pueblo, en el término de Urzante, y por aquellos execrables actos, la máxima autoridad de su pueblo pidió perdón y mostró sus respetos hacia los restos de aquellos inocentes que una noche, maniatados e indefensos, ni siquiera pudieron mirar de frente a la muerte que los atravesaba.


Habló también Paco Etxeberría, el verdadero artífice del rescate del olvido de los cuerpos de los fusilados que, junto a su magnífico equipo de la Sociedad Aranzadi, al fin recompusieron, si no la paz, si al menos calmaron la impotencia callada durante décadas por no poder acudir al encuentro de sus familiares con la normalidad y el recogimiento que merecían.



Finalmente, en silencio, cargaron con las cajas que contenían a sus seres queridos y con el orgullo de saber que al fin descansarían con sus familiares. Recorrieron el camino que conducía al cementerio y allí, con el mismo celo con el que una madre recoge del suelo a un hijo que se ha caído, la tierra se abrió y las lápidas y panteones se descubrieron para restituirles el descanso digno que nunca les debieron arrebatar. Los años de lucha de los nietos, de los sobrinos, de los hijos... al fin, tuvieron recomensa. Se abrazaban y lloraban. Lloraban sus lágrimas y las lágrimas de los que murieron en el camino de conseguir lo que en ese momento estaban haciendo. Era un llanto de felicidad, unas lágrimas que, por primera vez, no tenían un sabor amargo.




Redacción y Fotografía
Santiago Navascués


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