viernes, 4 de enero de 2013

“Curioso cuaderno de viaje de dos simpares viajeros” – 11ª Parada: LAS TRES CULTURAS;MEZQUITA CRISTO DE LA LUZ




“Mi amor por ti, que es eterno por su propia esencia, ha llegado a su apogeo, y no puede ni menguar ni crecer. No tiene más causa ni motivo que la voluntad de amar. ¡Dios me libre de que nadie le conozca otro! Cuando vemos que una cosa tiene su causa en sí misma, goza de una existencia que no se extingue jamás; pero si la tiene en algo distinto, cesará cuando cese la causa de que depende.”
(Ibn Hazm, poeta andaluz)




Por fin llegamos a la Mezquita del Cristo de la Luz, bien saben dioses y humanos que la belleza de la ciudad de Toledo, cuestas empedradas a parte, reside en la mezcolanza artística y respetuosa de las tres culturas que convivieron en ella durante tantos siglos. Ver los restos de Tulaytulah, el Toledo musulmán, nos hacía ser conscientes del poder y la grandeza de una ciudad cosmopolita, eje y centro de culturas, religiones, política y comercio, en plena Edad Media. Se henchía el corazón de imaginar lo que fueron aquellas calles, plazas, lugares de oración, mercados, hogares…


La Mezquita es pequeña, al menos más pequeña de lo que yo me imaginaba. La planta es cuadrada, de unos 9 metros cuadrados, y genera, a partir de los cuatro soportes centrales, nueve compartimentos abovedados. El Mihrab se encontraría a la derecha de la entrada, en el muro de qibla orientada al Este. Se supone que el antiguo mihrab sería móvil o una hornacina, ya que no nos han quedado restos arquitectónicos.
El alzado consta de tres cuerpos, excepto el central que es de cuatro cuerpos. Las columnas se encargan de separar las naves que conforman el primer tramo las cuales se relacionan con los arcos de herradura del segundo tramo mediante cuatro capiteles visigodos reaprovechados. El tercer cuerpo lo constituyen las nueve bóvedas de crucería califal, pero la bóveda central se compone de un elemento que eleva el cuadrante central un poco más que el resto creando así una sensación centralizada de la planta.


Los cristianos reconvierten el pasado de los pueblos, en su propio pasado –dijo una voz tras de mí− aunque hubo un tiempo que era un mismo Pueblo el que acogía a distintos pueblos. Esta maravillosa obra que tiene usted delante de sí, joven, es en realidad la Mezquita de Bab al-Mardum , construida en el año 999 en pleno esplendor del Califato de Córdoba, aunque ya lo habrá leído en el epígrafe de la entrada…

Pero no, yo no me había dado cuenta de dicha inscripción, y por la cara que puso mi simpar compañero de viaje, tampoco él la había visto. Me presenté al erudito turista, musulmán sin duda, su vestimenta, su piel cetrina y su cadencioso acento hablaron por sí mismos. Era un hombre algo mayor, tal vez menos de lo que aparentaba, pero parecía realmente cansado, como si llevara un gran peso sobre sus hombros.


Al mirarle de soslayo, pensé en pateras, en duros días de viaje, en familias separadas, en penas y en tristezas. Pero entonces el visitante habló, y en sus sabias palabras y en su delicado y suave tono de voz, solo vi poesía, canciones, risas y buen vino, y aunque no puedo explicar porqué, hasta mí llegó un suave olor a azahar que lo inundó todo.
Abú Bakr, que así se llamaba el poeta, dijo ser político de profesión, aunque cantor de versos de nacimiento, y el que nace poeta, muere versando. De Barbastro vino un día, y pasando por Tulaytulah marchó a Al-Andalus, para regresar mucho tiempo después a la ciudad que le sirvió de paso y reposo, en busca de lo que nunca perdió, pero que hacía mucho que no encontraba.
Era hipnótico escuchar hablar al poeta musulmán, cada una de sus palabras, aunque fueran dichas tras unos ojos tristes, sonaban a melodía en mis oídos. Después se hizo el silencio durante largo rato, Abú parecía estar muy lejos de allí en esos momentos, sus ojos miraban atentos los restos de un Pantocrátor, pero su mirada en realidad traspasaba aquellos frescos y volaba muy muy lejos de la Mezquita.


El poder corrompe, la ambición destruye la razón y hasta la palabra –dijo de pronto el poeta, rompiendo el silencio en el que nos encontrábamos desde hacía un buen rato− es el verso el que debe llenar nuestra mente y los amigos los que han de ocupar nuestro corazón. El poder pudre las almas tanto como los amores no correspondidos.

Las palabras seguían sin salir de mi boca, era tan hermoso y tan triste al mismo tiempo lo que nos dijo el poeta…¿Era lo bello condición sine qua non de lo triste? Amor, amistad, ambición, sonaba todo tan poético ¿Cómo un hombre tan espiritual como aquel, podía dedicarse a la política? Amor y amistad, pilares de la socialización humana.

“Cuentan que la infanta mora Galiana era una joven bellísima, de melancólico mirar, cabellos y ojos negros y brillantes como el azabache y cutis aterciopelado. De ella se decía: Galiana de Toledo / muy hermosa a maravilla / la mora más celebrada / de toda la morería.
Vivía en estos palacios de la alcazaba toledana rodeada de todos los refinamientos del lujo, de todas las comodidades y placeres que su padre, el rey Galafre, podía darle; sin embargo, le faltaba lo primordial: el auténtico amor. Una noche de verano, dos sombras se veían sentadas sobre la fresca hierba del jardín de palacio, las dos con blanca túnica flotante. Se trataba de Galiana, que no podía conciliar el sueño, y de su doncella Geloria. La joven princesa, de vez en cuando levantaba sus ojos al cielo cuajado de estrellas y suspiraba. Entonces, la doncella, sentada a su lado, le preguntaba por sus afliciones. ¿Cómo ella, que todo lo poseía, podía estar tan triste? Galiana respondía llena de melancolía que si bien era verdad que nada le faltaba, sentía dentro de su alma como un vacío que le impedía ser totalmente feliz. Geloria, más avezada a las lides de la vida, le respondió que ese vacío sólo podría llenarlo con «amor»; pero, ¿cómo ella que era querida y correspondía a Abenzaide, gobernador de Guadalajara, podía estar falta de amor? A esta reflexión la infanta miró con tristeza al lado contrario de su esclava para que no le viera las lágrimas que empezaban a deslizarse sobre sus mejillas y, al poco, abrió sus labios para sincerarse con su doncella y amiga y declararle que ella no amaba a Abenzaide. Reconocía su poder, fuerza y valentía; reconocía que élla amaba con delirio; pero ella, por el contrario, le aborrecía porque le sabía brusco, altivo y dominante. Y la princesa concluyó: -Sé que mañana llegará, pues ya ha anunciado su venida, y estoy dispuesta a decirle que no vuelva a venir a importunarme con sus halagos…”


Dijo Abú que siempre había amado a su esposa, la delicada Zohra, que le juró su amor una noche rodeados de flor de azahar ¡Cuantos versos habían provocado en él los negros ojos de la dulce Zohra! ¡Y cuanto pesar habían provocado en ellos los versos que él escribió para la bella esclava Nardjis una noche junto a esos mismos azahares!

Amor, amor, amor, veneno y antídoto de la razón –dijo mirándonos sin vernos− ¿Dónde estáis ahora, ojos negros y canto de ruiseñor? ¿Y dónde vosotros, mis queridos amigos? ¿Dónde están aquellos tiempos que al mismo Tiempo correr hacían? ¡No volverán intactos nunca más, a pesar de que eternos viven en mí!

Santiago me miró y dándome a entender con un gesto de su dedo en la sien, que nuestro poeta musulmán estaba chiflado, cargó su cámara y salimos de la Mezquita pisando con cuidado la antigua calzada romana del exterior. Respiramos un poco de aire fresco sentados en los bancos del pequeño jardín de la Mezquita, a unos pasos estaba Abú Bakr, clavando su mirar en el Puente de Alcántara, corona del Tajo.


“…Aún no se había extinguido el eco de estas palabras cuando, de detrás de unos arbustos, apareció la figura de un caballero vestido con traje cristiano que cayó a los pies de la infanta mora, la cual exhaló un grito de terror, estrechándose contra su esclava que se hallaba tan atemorizada como ella. Se trataba del joven príncipe Carlos, futuro Carlomagno, que hacía pocos días que había llegado a la corte del rey moro de Toledo. Decían que para traer una misión que le había encargado su padre el rey de Francia, Pipino el Breve, aunque él le confesó a Galiana aquella misma noche que había venido movido por la fama de su hermosura y que de ella se había enamorado tan loca como rápidamente. Siguió diciéndole que osaba ahora decirle todo esto, después de escuchar sus palabras, pues mientras él creyó que amaba a Abenzaide no se atrevió a mostrarle sus sentimientos por respeto a ella ya su padre, que tan bien le había acogido. Los fuertes latidos que por temor habían alterado el corazón de Galiana, ahora se trocaron en palpitaciones de gozo, pues ella también se había fijado en el guapo y aguerrido príncipe cristiano y, sin darse demasiada cuenta, el amor había empezado a anidar en su corazón. Pero mayor fue su alegría, que no pudieron disimular sus ojos, cuando éste le propuso cambiar los jardines de Toledo por los de Francia. A esta propuesta, la joven y bella princesa contestó con un débil sí, a la vez que ocultaba su rostro, teñido de rubor, en el pecho de su esclava favorita. Todo lo maravillosa y agradable que fue aquella noche para los amantes, lo fue de desgraciado y penoso el día siguiente. En ese día llegó Abenzaide, quien había venido con el único propósito de escuchar de Galiana y de su padre Galafre la fecha definitiva de su casamiento, pues con anterioridad sólo había recibido evasivas. Cuando Abenzaide quiso ver a la princesa, sólo se presentó ante él su esclava Geloria, quien le comunicó que su ama no deseaba verle y que le rogaba no volviera a molestarla ni a turbar la calma de sus jardines y aposentos, pues no le amaba. Mudo de sorpresa quedó el orgulloso gobernador de Guadalajara al escuchar aquellas palabras. No era posible, no podía creer que fueran dirigidas a él. Geloria desapareció en las habitaciones de la infanta mora cerrando la puerta tras de sí y Abenzaide quedó paralizado, permaneciendo largo rato en la misma posición, sombrío y pensativo. Mas de pronto, se rehízo, volvió en sí y lanzando un imponente grito de rabia y dolor, se alejó. Pasó a ver a Galafre a quien le dio sus quejas y después montó en su yegua y, acompañado de su lugarteniente Hassam, partió, iracundo y con grandes deseos de venganza, hacia Guadalajara…”


El poeta miraba a un lado y a otro, subía y bajaba las escalinatas desde el jardín de la Mezquita hasta la calle Cristo de la Luz, su nerviosismo parecía crecer por momentos, pero su rostro no lo aparentaba, seguía sereno, tranquilo, moreno…de repente su expresión cambió radicalmente. Por primera vez parecía realmente humano. Abrió sus brazos de par, como si se tratara del mismísimo Cristo, y espero no caer en herejía con su pueblo por decir esto, pero tal era la impresión que el poeta daba con sus brazos extendidos.
Desde donde estábamos sentados mi simpar compañero y yo no podíamos ver a quien dirigía su efusivo saludo, pero Abú parecía realmente emocionado. De repente cayó de
rodillas al suelo, y vimos como una mano morena y grande le agarraba del brazo y le ayudaba a incorporarse; unos brazos le rodearon los hombros y le dieron un fuerte abrazo. El poeta parecía tan feliz…

¡Dichosos los ojos, Salam malecum mi amigo, mi hermano, mi alma gemela! –dijo Abú a su interlocutor, y la curiosidad pudo más que mi dolor de pies, me levanté del banco de piedra y fui hacia donde se encontraba el poeta− ¡Tantos años pensando en mi querido amigo, deseando verle de nuevo! ¡Aciagos tiempos aquellos del sitio a Barbastro, pero hermosos con el paso de los tiempos, pues ellos me trajeron a mi amado hermano! ¿No extrañáis los versos, el vino y las risas, junto a los amigos en las noches de espera en Tulaytulah? y dime mi querido amigo, mi hermano ¿Le habéis visto ya, le habéis visto? ¿Se encuentra en la ciudad buscando a sus hermanos de camino, al igual que los hermanos le buscan a él? ¿Se han olvidado las diferencias y todos añoramos las semejanzas? Decidme, alma gemela, decidme…


“Cuando Galafre se halló con dos peticiones de boda para su hija, una de Abenzaide y otra de Carlomagno, se encontró con un grave dilema. Por una parte le era provechoso estar a bien con el poderoso rey de Francia y por otra no le convenía desairar al orgulloso gobernador de Guadalajara, quien además de ser de su raza, era vecino y con el matrimonio se podían ensanchar los límites del reino de Toledo y evitar enfrentamientos fronterizos. Consultó a los astrólogos y muftíes, los cuales, mirando las leyes antiguas, le aconsejaron que lo más conveniente era que los dos rivales se enfrentaran en un torneo a muerte, donde se disputarían la mano de su hija. Galafre se vio favorecido con esta solución, pues los dos enamorados de su hija también se lo pidieron así, ya que cada uno confiaba en su habilidad y destreza. En una explanada a las afueras de Toledo se preparó el campo. Se dispuso una tribuna para albergar a Galafre, su hija y los principales de la corte agarena y, en una una calurosa mañana del mes de julio, se produjo el enfrentamiento. La multitud ocupaba los alrededores desde muy temprano, llena de emoción, animación y alegría y, contra lo esperado, todas las simpatías estaban con el caballero cristiano. Abenzaide era aborrecido por cuantos le conocían, por su crueldad. Su feroz carácter le había granjeado el odio de sus vecinos y vasallos. Por el contrario, Carlos era joven, hermoso y, lo más importante, todos sabían que Galiana lo amaba y la princesa era muy querida en Toledo por su belleza y bondad, lo que hacía que todos deseasen el triunfo del príncipe francés. Subieron al estrado padre e hija. Ésta reflejaba en sus ojos el dolor y el miedo que le producía la posible muerte de su amado, que iba a combatir por librarla del aborrecido Abenzaide. Galafre, que conocía la inclinación de su hija, también se hallaba tremendamente preocupado. Todo estaba preparado y en orden. Los dos adversarios vestidos con sus más ricas armaduras, colocados uno frente al otro, montados en sus briosos corceles que caracoleaban nerviosos y blandiendo sus armas. A una señal de Galafre el combate dio comienzo a la vez que Galiana cerraba los ojos para no ver la feroz pelea. El primer choque fue tremendo. Las lanzas quedaron partidas y caballos y caballeros, fundidos en una masa, desaparecieron entre una espesa nube de polvo, mientras los gritos de ánimo de los espectadores atronaba el ambiente. Tras un período de tiempo que se hizo eterno, comenzó a disiparse la polvareda y se vislumbró la figura de uno de los contendientes de pie, portando una espada en su mano derecha. Era Carlos, que había vencido a su enemigo, que yacía a sus pies, al haberle atravesado, con un certero golpe, el corazón…”


Bajé las escaleras tan rápido como pude, a pesar de los grupos de turistas que empezaban a llegar a la Mezquita del Cristo de la Luz. Tuve que esperar unos segundos a que una guía turística rubia platino y tan metida en carnes como ceñida en telas, les explicaba a un grupo de ingleses los distintos elementos, principalmente un ábside, que se añadieron en el siglo XII, tras la conquista cristiana de la ciudad, cuando Alfonso VI cedió el edificio a los caballeros de la orden de San Juan, que establecieron allí una ermita bajo la advocación de la Santa Cruz. Se considera esta ampliación la más antigua muestra de arte mudéjar de que se tiene constancia. El nombre que terminó llevando como templo cristiano proviene de la sustitución del cristo crucificado que se colocó cuando fue consagrada como ermita, por una imagen de la Virgen de la Luz posteriormente desaparecida. En la actualidad es un espacio desacralizado.

Y mi poeta había desaparecido cuando quise llegar hasta él. Nunca te puedes fiar de una rubia platino. Ni de la velocidad de unos pies cansados en plena canícula toledana. Miré hacia ambos lados de la calle pero no había ni rastro de Abú. Tan solo, un suave aroma a azahar.


Hice una seña a Santiago, y marchamos, cuesta arriba de nuevo, hacia la Catedral Primada. Un nuevo día llegaba a su fin, y el tiempo nuevamente, apremiaba. Sentí mucho no poder despedirme del poeta ¿Con quién hablaría, encontraría lo que andaba buscando y que nunca perdió? ¿Amor, amistad, poder? y siguiendo el rastro del azahar, nos encaminamos hacia la Catedral, como en un viacrucis.

"…Galiana, que permanecía con los ojos tapados, los abrió, al tiempo que su rostro reflejaba una gran alegría, cuando oyó ala multitud que aplaudía y coreaba el nombre de su amado, como señal de victoria. Pocos días después partieron hacia las Galias los dos enamorados, acompañados por el obispo Cixila, quien sería el que bautizase a la princesa mora, que se convirtió al cristianismo, y después celebraría los esponsales entre Carlomagno y Galiana en territorio francés. Cuando Pipino el Breve murió, heredó el trono su hijo Carlomagno, casado con la princesa toledana Galiana, los cuales tuvieron cinco hijos, fueron los fundadores del Imperio de Occidente y los primeros monarcas de la dinastía carolingia. Entre sus hijos, el más célebre fue Ludovico Pío, fundador del condado de Cataluña y heredero de la corona a la muerte de su padre. Algunos autores apuntan el final de esta leyenda de corte histórico a que una vez, Alfonso VI, antes de conquistar Toledo, visitó los palacios de Galiana y, dando paseos por el patio se le vió en compañía del fantasma de Abenzaide, que le sugirió cómo conquistar la ciudad... Esta fue la venganza del Gobernador de Guadalajara.”



MEZQUITA DEL CRISTO DE LA LUZ
Cristo de la Luz, 22 45002 Toledo
925 25 41 91


FOTOGRAFÍAS: Santiago Navascués Ladrón.
TEXTO: Yolanda T. Villar

©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

jueves, 3 de enero de 2013

REAL FÁBRICA DE ARMAS DE EUGI (NAVARRA)


 REAL FÁBRICA DE ARMAS DE EUGI


Nunca antes había visitado Eugi. Ni tampoco había conocido a alguien tan singular como el viejo Macario. Lo que a continuación les narro obedece de forma ordenada al conjunto de recuerdos que de mi visita a Eugi albergo en mi memoria. Y en mis retinas. Sobre todo en mis retinas. Aún a riesgo de que me tomen por loco.

Cartel de la bienvenida a los visitantes de la Real Fábrica de Armas de Eugi

Eugi es un pequeño pueblo, podría decirse que un superviviente a las necesidades humanas. Hunde las raíces de su Historia en la frondosidad de sus bosques de hayas, en la cercanía a las minas de hierro que ocultan las entrañas de los montes que lo circundan, y en el vigor y la bravura de las aguas del Arga: sustento de hombres, alivio del agro y colaborador ineludible en la forja del desarrollo de sus gentes durante siglos.
En realidad, no recuerdo cómo ni qué me llevó hasta allí; sólo puedo confesar que mi coche, al atravesar el puerto de Urkiaga, que dista apenas unos kilómetros de la frontera francesa, decidió enrocarse en la carretera, inclinándose con torpeza sobre su costado izquierdo y, al trazar una curva abierta a la derecha, decidió que allí iba a pasar la noche: había pinchado una rueda. En aquellos momentos caía una lluvia no demasiado voraz pero sí lo suficientemente persistente como para depositar mis esperanzas en un frugal descanso que me permitiese cambiar el neumático averiado y continuar mi marcha.

En primer plano, una escoria, restos de desechos tras la fundición del hierro


Así las cosas, permanecí varios minutos con el motor apagado, mirando a mi alrededor a través de los cristales de mi coche, observando cómo las gotas de lluvia caían sobre otras anteriores y el agua se escurría ladera abajo hasta alcanzar algún torrente que a buen seguro iría a desembocar en el Arga. Entre tanto, el frío comenzó a alojarse en el interior del vehículo y decidí encender el motor para conectar la calefacción. Apenas tomó temperatura el habitáculo, observé frente a mí, corriendo sobre el asfalto, una pequeña ardilla de color parduzco que fue a mimetizarse con pequeños y acelerados pasos hacia el espesor de las hojas caídas de las hayas que alfombraban de otoño moribundo el firme del monte. Aquello sucedió en apenas unos segundos. Al menos así lo percibí. Fue ese el tiempo que necesitó una densa niebla para descender de ninguna parte hacia el fondo del valle, arrastrándose a escasos centímetros del humus del suelo como el buen sabueso que sigue el rastro de su presa, con su nariz en vuelo rasante sobre las hebras de hierba y de musgo. La lluvia seguía cayendo, la escasa luz de un sol atrapado bajo el velo de la lluvia se disipó y la noche inundó de oscuridad aquellos recodos del bosque que hasta entonces habían logrado escapar al abrazo de las sombras.

El Arga, siglos después, sigue lamiendo los muros de piedra


De pronto, a lo lejos, haciendo un esfuerzo para salir del sopor en el que había caído, observé una luz que se aproximaba hacia mí. Se trataba de un hombre cuyo herrumbroso andar no le impedía, sin embargo, ascender el desnivel de la cuesta que nos separaba. Vestía de negro, con una amplia capa raída que le cubría todo el cuerpo y que únicamente permitía ver unas botas de piel oscuras, quizá negras, ajustadas con una hebilla de metal. Pude comprobar, cuando ya estaba a escasos metros de mí, que lucía una boina negra ligeramente ladeada hacia el lado izquierdo y rematada con un rabillo en el centro. Le protegía de la lluvia y también del frío.
—¿Piensa quedarse ahí toda la noche?— me espetó nada más golpear el cristal de mi coche con los nudillos de su mano.

Crisol de colores de invierno


Bajé la ventanilla y él dio un paso atrás, sorprendido por el movimiento y el sonido de descenso de la misma. Se trataba de un anciano, probablemente superaba los ochenta años. Lucía un curioso bigote que apenas ofrecía un grosor de tres milímetros desde la comisura del labio superior. Era un bigotín a medio acabar, pero a juzgar por lo cuidado y la mesura empleada en recortar su trazado, podría asegurar que era un bigote deliberadamente diseñado al estilo militar. Sus facciones eran amplias y angulosas, con una prominente y ancha barbilla que le otorgaba a su perfil un aspecto similar al de una luna creciente.
— Creo que he pinchado— acerté a decir tras unos segundos mirándonos fijamente.
— ¿Qué clase de ruedas hacen ahora? Las de toda la vida jamás han pinchado… Antes partían el eje, pero eso de pinchar…— El anciano observaba la rueda acercando el candil que portaba al neumático mientras bisbiseaba para si mismo.
— Pensaba esperar a que escampase para poder cambiarla.

Restos de una pared lateral en la zona industrial


—Le aseguro que no dejará de llover en toda la noche— certificó sin pestañear mirando al cielo—. Si quiere, puede acompañarme a mi casa. Vivo no muy lejos de aquí, pero ahora había salido, como todas las noches, en busca de Olaberrí, la fábrica que anda por ahí arriba, entre los árboles, y que nunca encuentro. Si finalmente no damos con ella, regresaremos a mi casa y dormirá allí, conmigo.
—Está bien— le respondí con cautela—, mi intención no es molestarle, pero a decir verdad no conozco a nadie de estas tierras, vengo de muy lejos y me sería de gran ayuda si usted me acerca al pueblo más próximo.
—Eugi es el más cercano si continúa en la misma dirección que llevaba. Pero ahora, sígame. No quiero perder más tiempo.

Restos de los talleres donde se maleaba el codiciado metal


Caminamos bajo la lluvia alrededor de veinte minutos hasta alcanzar un pueblo que parecía surgido de la nada. Nada más cruzar un puente sobre el Arga, la disposición de los edificios, muchos de ellos de piedra, venía dada por la pendiente del terreno. El señor Arnáiz, pues así se apellidaba el anciano, me contó que siempre había deseado conocer este lugar y que ésta era su primera vez, que había vagado cientos de veces por el bosque pero nunca había conseguido alcanzar la ruta correcta. Era un enclave de fundición de hierro en el que destacaban, por encima de todo lo demás, tanto los silos de carbón como las dos grandes chimeneas de los hornos donde se fundía el codiciado metal. También había herrerías en las que los herreros tallaban y maleaban el hierro hasta darle su apariencia y forma definitiva.


Junto a la actual carretera que conduce a Francia, se recuperó un extraordinario muro


Todo estaba en silencio. Apenas se escuchaba el crepitar de la madera de haya que se consumía en el interior de los hornos, pues éstos debían permanecer siempre encendidos, aún cuando no se trabajase en ellos. Las chimeneas arrojaban a través de sus grandes bocas un hálito de humo gris. En la parte alta, hacia la que nos dirigimos, nos encontramos a un hombre con un brazo en cabestrillo que, en ese momento, era despedido por el dueño de la casa de la que salía. Le saludamos de manera cortés, nos explicó que venía de someterse a una cura rutinaria en casa del galeno; que se llamaba Xabier y que se dirigía a la taberna. Así pues, nos unimos a su caminar y juntos, después de dejar atrás varias casas de madera y lo que parecía ser una pequeña iglesia, nos refugiamos en la taberna en busca de alimento, calor y abrigo para nuestros cuerpos.


Talleres. Aún se puede apreciar la puerta que cruzaba, sobre el río, a las calles adyacentes


La taberna se encontraba a rebosar. No era en recinto muy grande, pero todas las mesas salvo una estaban ocupadas por hombres que bebían, jugaban a los dados y a las cartas, y lanzaban risotadas, embustes y órdagos a la grande. Todos, también Xabier, vestían la misma ropa que usaban para trabajar, por lo que estaba sucia y muy desgastada. Ocupamos la mesa libre y una vez que la mujer del tabernero nos sirvió vino, chorizos, morcillas y un queso potente y picante, Xabier nos indicó que trabajaba como auxiliar de uno de los herreros del lugar, que además era su padre, de la misma forma que todos sus antepasados también habían forjado el hierro en Olaondo y Olazar, antiguas armerías que se remontaban incluso a los tiempos pretéritos en los que Navarra fue un reino independiente.


Años después de ser abandonada, los terrenos de la fábrica sirvieron como plantación maderera. Dicha explotación estuvo a punto de acabar con ella.


El señor Arnáiz y yo escuchábamos con enorme curiosidad su relato. La Real Fábrica de Armas (ese era su nombre oficial) se había edificado en el año 1766 y en la actualidad daba sustento a cinco centenas de hombres y mujeres que laboreaban sin descanso para producir la munición suficiente (pelotas, las llamaban) para las grandes empresas bélicas que, en el continente y allende los océanos, el rey llevaba a cabo para contener y mantener las fronteras del reino y los territorios de ultramar. Así pues, fabricaban en su mayor parte munición para cañones, bombas, granadas, proyectiles y algunos modelos de armas ligeras de hierro.

Restos de uno de los hornos de la fábrica. El hierro alcanzaba temperaturas elevadísimas

Xabier, que según su propio testimonio nació dentro de la herrería de su padre (pues su madre arrojó aguas cuando ésta le llevaba la comida a su marido), nos reveló que el bosque era el lugar perfecto para situar una fábrica de esas características. En primer lugar, porque los hayedos proporcionaban una madera de alta calidad que, convertida en carbón vegetal tras un laborioso proceso, servía para mantener los hornos a pleno rendimiento. Del mismo modo, el subsuelo próximo era rico en minas de hierro, por lo que su traslado hasta Olaberri era relativamente asequible. Y en último lugar, contaban con la fuerza natural de la corriente del río Arga, que a su paso por la fábrica había sido parcialmente modificado su rumbo para que sirviese como impulsor de los enormes fuelles que avivaban los hornos.

Canal de hornos

El método de fabricación apenas había sufrido cambios en los últimos tiempos. En primer lugar, se introducían grandes dosis de carbón en los hornos. Cuando éstos alcanzaban la temperatura indicada, se introducía el metal y se procedía a su fundición. Llegaba el momento en el que el metal se volvía casi líquido y todos los restos e impurezas, llamadas escorias, se retiraban para conseguir un hierro de la máxima pureza posible. Era entonces cuando se retiraba y pasaba a las laboriosas manos de los herreros, que eran los que lo golpeaban de manera incesante hasta que conseguían darle la forma del proyectil solicitado.

Naturaleza y Humanidad se abrazan sobre el discurso del río Arga

Pregunté que cómo era posible que los bosques no quedasen arrasados, puesto que entendía que la cantidad necesaria para crear carbón suficiente para abastecer la producción debía ser altísima. Entonces, me respondió el señor Arnáiz que él sabía perfectamente que los moradores de aquellas tierras le daban al monte lo que le arrebataban y así, del mismo modo que talaban un árbol aquí, plantaban otro en algún lugar apropiado para regenerar así los bosques. Me sorprendió el aplomo en la respuesta del anciano, máxime cuando él mismo me había confesado que nunca había conseguido alcanzar Olaberri, y sin embargo parecía como si conociese este lugar desde siempre. Pensé que se trataba de algún estudioso o algún loco que enloqueció atesorando y leyendo libros antiguos. Un Quijote de la montaña.

Horno de Santa Bárbara

Preguntó a Xabier sobre el proyecto de navegación del Arga para facilitar el aprovisionamiento de materias primas y el hombre, sorprendido porque era un secreto casi desconocido en la fábrica, nos confesó en un tono deliberadamente nimio, que se trataba de un plan que tenían los ingenieros del rey pero que, al parecer, los primeros estudios arrojaban unos costes dificilmente asumibles. Él mismo sostuvo que se decantaba por unir Orbaitzeta (la otra fábrica de armas situada al noroeste) y Olaberri para transportar con mayor eficacia la producción, y continuar la senda para que desembocase en la cercana Irurita, desde donde alcanzaría las costas cántabras descendiendo por el caudal del Bidasoa.

Carboneras. Los huecos alineados indican la ubicación de un techo

Alargamos la velada hasta que el tabernero nos avisó de que ya era tarde y debía cerrar. Xabier nos invitó a pasar la noche en su casa. De buen grado decidí aceptar su invitación, al igual que el señor Arnáiz. Para entonces, el resto de hombres aún bebián y jugaban. Resultaba asombroso imaginar que aquellos trabajadores, al día siguiente, rindiesen de manera habitual como si tal cosa. Tenían un temple especial, un aguante extraordinario y abandonaron la taberna entre cánticos y chanzas.
El anciano Arnáiz nos condujo hasta las viviendas de los trabajadores mientras yo seguía descubriendo nuevos datos de la fabricación de la munición en la fábrica. Xabier le preguntó:
— ¿Seguro que usted no había estado nunca antes aquí? Parece como si fuese uno más de mis vecinos.
— No mientras esta fábrica estuvo en funcionamiento...
De pronto, escuché una explosión cercana que interrumpió la conversación, como si algo hubiese detonado al otro lado del río.
— ¿Habéis escuchado? —pregunté atemorizado despegando las manos de mis oídos.
— ¿Qué debíamos escuchar? — replicó Xabier.
— La explosión al otro lado del río.

Arcos junto a las carboneras

— ¿Qué explosión? —Insistió el señor Arnáiz—. Todo está en calma. Mira a tu alrededor…
El anciano tenía razón, todo era silencio. Y sin embargo, yo había escuchado una explosión cercana. Extrañado, suspiré.
—Será mejor que descanses. Mañana será otro día — susurró Xabier mientras me invitaba a cruzar el umbral de la puerta de su casa.
Xabier nos indicó dónde podríamos dormir. Al señor Arnáiz le cedí el camastro que había al lado de la habitación de Xabier, y yo decidí que dormiría en la cocina de la casa, que también hacía las veces de salón. Llegaba muy cansado, con ganas de dormir, y lo hubiese hecho incluso de pie. Por suerte, junto al hogar, que aún conservaba un fuego encendido, había una butaca en la que tomé asiento, me cubrí con varias mantas que Xabier trajo para mí y, al fin, me entregué al sueño.
En mitad de la noche, bajo la luz de una luna brillante y tímida, parcialmente cubierta de un velo de nubes grises, escuché de nuevo dos nuevos estruendos, esta vez junto a la casa de Xabier. Me levanté de inmediato, acudí raudo a la ventana y miré a través de ella. Algunas casas ardían al fondo, el ambiente estaba cargado de un humo denso y añil, y se escuchaban decenas de gritos, grandes voces llamando a la huída, algunas proclamas que sonaban como jaleos en una suerte de francés, alaridos de mujeres atemorizadas, llantos de niños sin consuelo, alboroto de animales en los corrales y, de pronto, los primeros caballos de un ejército uniformado que comenzaron a recorrer las calles con grandes sables enhiestos que cortaban el frío y la noche.
Estábamos sufriendo un ataque.

Zona residencial

Cerré la ventana y me adentré en la casa. Busqué al señor Arnáiz y a Xabier, pero sus lechos estaban vacíos. Puede que hubiesen huido antes que yo. Sin tiempo a pensar qué les llevó a dejarme allí, observé que al fondo del pasillo se abría una pequeña puerta que muy probablemente daba a la trasera de la casa. En efecto, así era. Miré en derredor y, al comprobar que apenas unos metros más allá había un gran desnivel que conducía al monte, corrí hacia él tras escuchar una nueva explosión que hizo saltar por los aires los muros de los edificios cercanos.
No volví a mirar atrás. No tuve el valor de quedarme y luchar por la gente inocente que allí estaba muriendo. Fui un cobarde y sólo acerté a no tropezarme a medida que iba descendiendo entre las hayas. Sólo procuraba salvar mi vida. Siempre había pensado, quizá influido por el cine y los héroes sobrehumanos que en el podemos encontrar, que llegada una situación así, no me arredraría y lucharía por salvar a los más débiles que yo. Entonces comprendí hasta qué punto el instinto de supervivencia animal que todos llevamos dentro actúa sn que la razón, que nos humaniza, haga nada por impedirlo.
Encontré mi coche casi por arte de magia apenas unos metros más debajo de donde me encontraba. Corrí hacia él y busqué entre mis bolsillos las llaves. Conseguí abrirlo, lo arranqué y lo conduje, con la rueda pinchada, hasta un pequeño claro de bosque que se abría un par de kilómetros más adelante. El sonido de los cañones ya no se escuchaba. Olaberri, la Real Fábrica de Armas que forjaba el hierro para enmudecer al mundo, moría a hierro y a fuego. El Bosque de Quinto Real ardía y su tesoro más preciado era reducido a rescoldos y ruinas. Llovía ligeramente.

Escaleras de acceso a una vivienda

Me desperté tras escuchar el canto de un simpático pajarillo que trinaba sobre una rama cercana. Tras desperezarme, pude darme cuenta que había salido un día frío pero soleado. Comprobé que no había nadie en el entorno y me dispuse a cambiar la rueda lo antes posible. Miré hacia la parte alta del monte, hacia la ubicación de Olaberri. No se apreciaba nada. Ni si quiera un atisbo de humo que delatase lo sucedido la noche anterior.
Tras colocar la nueva rueda, arranqué el coche y continué el camino hasta llegar a Eugi, tal y como me aconsejó el señor Arnáiz. ¿Qué habría sido de él? ¿Y de Xabier?
Llegué al pueblo, observé las bonitas vistas que ofrecía la estampa de un enorme pantano rodeado de las montañas adyacentes, y aparqué junto a la entrada de un bar-restaurante. Necesitaba desayunar y aclararme las ideas. Después de dar los buenos días, recogí un periódico dispuesto a encontrar noticias de lo sucedido, no ya de lo ocurrido de madrugada, pero sí al menos algo que motivase la invasión francesa y el ataque a Olaberri. Sin embargo, la prensa no decía nada.
Le pregunté al camarero si sabía algo de lo ocurrido en la Real Fábrica de Armas la pasada madrugada y él negó con la cabeza, sorprendido y mirándome con cierta desconfianza. Volví a insistirle, le conté que había pinchado, que llovía a cántaros y que no pude cambiar la rueda de repuesto; le hablé de Xabier, hijo de un herrero que allí trabajaba, y del señor Arnáiz, al que había encontrado caminando bajo la lluvia en mitad del monte.

El Arga refrigeró los hornos y los talleres durante años

— Está usted delirando. Olaberri dejó de funcionar en 1.794, amigo. Estamos en el año 2.012. Han pasado más de doscientos años desde entonces, y le aseguro que allí sólo hay ruinas y restos de lo que una vez hubo. Lo único que no ha cambiado es que el Arga sigue corriendo por allí. En estos montes siempre han existido fábricas de este estilo. Hubo otras antes que la que usted se refiere. Olaondo, fundada por Carlos III el Noble de Navarra en el siglo XV, hoy bajo las aguas del pantano que usted puede ver aquí al lado. Y años después se levantó la de Olazar, varios kilómetros río arriba. De sus herreros, y con la ayuda de maestros armeros milaneses, surgieron algunas de las armaduras más bellas que hoy puedan contemplarse: la de los reyes Felipe III y Felipe IV cuando eran niños, entre otras muchas.
— Pero ¿entonces, qué fue de Xabier, y del señor Arnáiz? ¿Y el ataque francés, y los muertos, los gritos, los heridos…? —insistí.
— Cuando Olaberri fue arrasada por el ejército francés, en plena guerra de Convención, hubo muchos muertos, se dice que un número cercano a los doscientos, y que al menos esa cifra se triplicó en los que resultaron heridos… A decir verdad, fue una escabechina. En cuanto a ese que usted dice que se apellidaba Arnáiz… lo único que puedo decirle es que hubo aquí un capitán militar, de nombre Macario Arnáiz, que realizó un estudio detallado de las ruinas de estas instalaciones al menos 50 años después del cierre forzoso de Olaberri.
Estaba completamente desconcertado, pero a medida que me iba explicando, algunas piezas comenzaban a encajar: ese capitán pudo ser el señor Arnáiz, porque recuerdo que nos dijo que él no había estado en Olaberri cuando estuvo en funcionamiento… y sin embargo la conocía al detalle, como si fuese un vecino más… Pero… ¿entonces? ¿Quién era el hombre qué me encontré en el bosque? ¿Quién el que decía llamarse Xabier? ¿Quiénes…? O tal vez mejor dicho… ¿qué eran…? ¿Fue realmente un sueño, como decía el camarero? Y sin embargo, el llanto de los niños aún resuena en mis oídos…

Verde Invierno

— Puede que usted tenga razón pero… ¿cómo es que un camarero tiene tantos conocimientos sobre la fábrica?
— Eugi es un pueblo pequeño, pero su tradición está vinculada al hierro durante siglos. Casi todos entroncamos con el hierro —dijo sonriendo—. De hecho, muchos de nosotros tenemos un antepasado común de aquellos armeros milaneses… Yo me encuentro entre ellos. Mi apellido, Seminario, proviene de Juan Bautista Seminari, acicalador de armaduras al que le debió de gustar tanto estas tierras que aquí casó y tuvo hijos suficientes como para que su semilla aún siga regando la vida del Eugi actual—concluyó entre risotadas.
Salí del restaurante y decidí regresar a Olaberri. En el kilómetro catorce, una vez pasado el cruce que lleva a Irurita, descubrí una placa que indicaba la ubicación de la Real Fábrica de Armas de Eugi. Olaberri. Allí encontré, a un lado y otro de la carretera que llevaba a Francia, los restos que aún hoy el bosque de Quinto Real y la acción humana todavía no han destruido. En el mismo lugar en el que yo los vi la noche anterior, encontré los restos de los hornos, las carboneras, las calles que comunicaban la zona industrial con la residencial…
El río Arga discurre como antaño, y el rumor de su tránsito resuena en el bosque del mismo modo que lo hacía ayer… Sus aguas siguen corriendo bajo los arcos de la vieja fábrica; anhelando lamer las palas de los molinos que movían los fuelles que avivaban los hornos. El Arga, bravo río, añora la época en la que sentía que su poderoso paso marcaba el ritmo del hombre, y no a la inversa.

Entre un mar de hayedos, aún se aprecian calles y edificios de roca



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REAL FÁBRICA DE ARMAS DE EUGI
NA- 138 Km. 14
Acceso libre

Más información:
Centro de Referencia Histórica de Olondo
C/ San Gil, 26
Eugi
Tel. 948372458

CUIDA Y RESPETA LAS RUINAS, ES PATRIMONIO DE TODOS


Redacción y Fotografía:
Santiago Navascués