lunes, 5 de noviembre de 2012

Lo fingido verdadero


En ocasiones, acudir al teatro depara sorpresas inesperadas. Y además, gratas, de esas que con sólo observar el montaje que uno ve sobre el escenario, algo te dice que esa tarde va a disfrutar. Eso mismo le ocurrió el pasado domingo 29 de julio en el escenario de La Cava, en Olite, a cada uno de los asistentes a la puesta de largo de la tragicomedia Lo fingido verdadero del gran Lope de Vega, el Fénix de los ingenios.


Hoy en día, sobre los escenarios de los festivales de teatro clásico pueden verse mesas repletas de legajos, regios sillones, fastuosos interiores de palacios, fachadas de casas señoriales, oscuros cruces de calles y destinos, una solitaria mesa iluminada o el más inhóspito vacío. Así viene siendo desde hace siglos salvo excepciones impuestas, cómo no, por la liturgia del calendario católico.
Ya en el siglo XVII, en época de Cuaresma y Semana Santa, tiempos de recato y recogimiento, incluso los actores de artes escénicas tuvieron que abandonar el siempre mágico escenario porque las autoridades eclesiásticas no lo creían oportuno. Es por ello que idearon un método distinto de seguir ganándose el pan con su apasionada vocación transmutándose de algún modo en unos inánimes títeres de madera que cobraban vida para seguir aliviando la carga de vivir al pueblo llano: La Máquina Real. Su éxito fue tal que dieron lugar a sus propios espectáculos y fueron ampliamente requeridos en media Europa.



La Máquina Real es también el nombre escogido por la compañía conquense encargada de darles vida en la actualidad, y de recrear el teatro que se hacía en la época para que los espectadores puedan sentirse como sus antepasados hace más de cuatrocientos años. Para ello, además de un variado y nutrido grupo de marionetas, montan un escenario a varios niveles desde donde poder colocarse para recrear los sucesos que acontecen en la obra. El escenario, construido a escala de los originales, muestra un conjunto de cuerdas, poleas y fondos, pero carece de bambalinas o lienzos que oculten la acción interna de los actores, lo que permite al espectador adentrarse en la intimidad de la puesta en escena.


En esta adaptación del texto de Lope, conviven dos tramas en paralelo: por un lado la de los títeres, que narra el ascenso a emperador romano de un simple soldado: Diocleciano; y por otro la de los propios hombres y mujeres que se encargan de mover dichos títeres.


Hasta que Diocleciano alcanza el poder, asistimos a una lucha de intereses y de intrigas que se saldan con la muerte de otros césares, mostrando así que si el poder tiene alma, carece de vergüenzas y aturde el hedor de su impiedad. Sin embargo, cuando Dioclesiano, se vislumbra un posible cambio en los modos, sobre todo en las distracciones del nuevo César. Tal es así que contrata a una compañía de teatro (los propios actores que mueven los hilos) y les pide que les representen una obra. Es en este momento cuando las dos tramas, la humana y la de los títeres, confluyen para crear una tercera mágica y etérea, en la que la realidad se difumina con la ficción, y nadie acaba sabiendo si lo real es la historia de Diocleciano, si lo son los que manejan a éste físicamente, si quizá sea la historia que representan, si todo, o si nada.




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